miércoles, 17 de agosto de 2011

CAPITULO X

Con decisión me dirigí al Urogallo, era el restaurant del amigo del maestro Platón, fui recibido por él; Era un hombre alto, de ojos azules, corpulento, su mirada penetrante, roja su piel, como si la sangre, quisiera brotársele de sus venas, su voz, denotaba poder, arrogancia, sin embargo, algo en él, reflejaba bondad, solidaridad, recordaba lo dicho por el maestro -Es mi único amigo- era sencillo deducir, que conocía todo lo acontecido.

Me dijo -Mi amigo Platón lo apreciaba mucho, para mi es suficiente, tengo entendido, que desconoce el oficio de mesonero, y de todo lo relacionado con atención al público, lo voy a ubicar, en la barra, donde labora mi mejor empleado, él lo va a enseñar, y a medida de sus posibilidades, habilidades lo enviare a los cursos, que patrocinan las compañías proveedoras de bebidas, lo único que le voy a exigir, es honestidad.

Mis ojos brillaron, sentí alegría en mi interior, complacencia, estreche su mano, las únicas palabras que le exprese -Muchas gracias, tenga la seguridad, que no defraudare, al maestro ni a usted-.

El jefe del bar era una persona joven, veintitrés años, color moreno, su cuerpo musculoso, acicalado, terso, limpio, pulimentado, sin protuberancia de grasa; Inquietaba, turbaba, ver en ese amontonamiento, aglomeramiento; La consonancia, maestría, voluntad, para disponer con acorde, cada musculo, dándole el tornado perfecto, de una composición escultural, esculpido, con toda minuciosidad; Desencajaba su cuello pequeño, rostro ovalado, ojos que deseaban dejar su cavidad, cejas muy pobladas, lo cual hacían resaltarlo sus ojos, haciéndolos vivarachos; Su boca, de la raza negra, aplacaban una mala impresión, siempre riendo, hablando, se hacía llamar Belial*, y a todos las personas, incluyendo los clientes, se dirigía diciéndoles "my Belial" acentuando agudamente, como si lo cantara, moviendo sus brazos, manos, en arqueo de abajo, hacia arriba.

El local estaba decorado, fastuosamente, con lujo, buen gusto; Al entrar, existía una recepción, atendida por una bella joven, elegante, siempre con pantalones, que se le ceñían al cuerpo, dejando poco a la imaginación; De su pecho salían dos senos redondeados, como el capullo ansioso de abrirse, firmes, sensuales, fácil de imaginar su dureza, por no bambanearse en demasía al caminar, sino lo justo, evaporando tibieza ardiente, como el asfalto en las horas del mediodía, de la Tierra del Sol Amada, se asomaban desde su blusa, como queriéndola zafarse de la esclavitud, de los sostenedores del vestido; En la parte derecha, subiendo dos escalones, la inmensa barra rectangular, toda de caoba, trabajada con esmero artístico; Del techo, colgaban infinidades de copas, de diferentes tipos, cada una específica, para el licor requerido, la pared posterior, estaba cubierta en su totalidad, por un espejo, donde se reflejaba, apreciaba completamente el salón, en todas sus partes; Al lado izquierdo, suficientemente retirados, dos inmensos, lujosos baños, uno para mujeres, el otro para hombres; En el centro, entre la barra, y el comedor, un gran salón de estar con lujosas, confortables, poltronas, quedando en su frente, el escenario, y una gigantesca pantalla de televisión; El salón del restaurant, con hermosas mesas decoradas, con fino gusto, las sillas asemejaban a tronos, tapizadas con finos cueros de cabrito, teñidas de rojo purpura; En la parte de atrás del local, la inmensa cocina, se adivinaba su existencia, por la entrada, y salida, de los mesoneros, con los platos, de manjares de la mar.

La categoría del personal, podía ser determinada por el estilo del uniforme, a excepción del Belial, que se despojaba de su chaqueta, y no usaba la corbata; A mí, me habían provisto de dos pantalón negro, tres camisas blancas de cuello, o vestir, dos corbatas amarillas, y un chaleco negro sin mangas, con un escudo de distintivo, resaltado por haber sido bordado en amarrillo, semejando el oro, era el escudo de Asturias, realmente, sobraba demasiada tela, por lo desmirriado, macilento de mi contextura.

Belial asistía a un gimnasio, donde a la vez era instructor, su eterna manía era estarse mirando en el inmenso espejo, se admiraba sin ninguna inhibición, lo manifestaba. Habían transcurrido tres semanas, en mi nuevo puesto; Belial no cesaba de insistir, para que asistiera al gimnasio, a cada momento me decía -¡my Belial, usted confié en mí! no se imagina el cambio, la confianza que uno adquiere cuando cultiva el cuerpo, la gente se fija en usted, esa partida de viejos, viejas, que vienen aquí, en su mayoría lo hacen para verme; Quizás sueñan, con haber tenido un cuerpo así, o me desean ¿Acaso no ve las propinas, que me dejan? a usted, ni siquiera lo notan, hágame caso- me abrazaba sentía entre sus piernas, un enorme falo, que hacia contacto con mi pequeño pene; Pensaba ¿quizás que vaina se adhiere?.

Resueltamente le dije el día que cumplía, dieciocho años, fechas, donde decidía cualquier paso que fuera a dar –my Belial, quiere llevarme hoy para el gimnasio- me abrazó efusivamente, pasó toda la tarde hablándome con sincera emoción, a las seis de la tarde nos fuimos, en su enorme, vetusta camioneta, la cual, como el mismo decía, estaba envenenada, tenía un motor V-8, doble transmisión, asientos de cuero, imitando el color de un tigre, tablero cromado, con tacómetros digitales, el equipo de sonido era de última generación, con control en el volante, se le podían introducir cinco C d, en todas partes tenia cornetas, o parlantes, en verdad era una nave.

Ese primer día en el gimnasio, cambio mi vida por completo, comprendí lo que el viejo maestro, quería decirme, cuando me hablaba del héroe Aquiles. -¡Todo en demasía, es perjudicial para el alma, mente, espíritu, cuerpo; porque a la larga, nos daña de alguna manera, nos esclaviza, somete, desvía, arruina! Al protagonista, famoso, corajudo, bello, agraciado Aquiles, lo llevó a la ruina, autodestrucción, su hermoso cuerpo, su amor, su prepotencia, su cólera-

Recordé el caso, de un filósofo al cual se refería el maestro con insistencia, llamado Nietzsche. Que se le hizo obsesión, apremio, subyugación, congoja, matar a Dios, pregonar que había muerto; Crear un nuevo hombre, un súper hombre, perfecto, sin necesidad de estar sujeto a nada, sino en el mismo, autosuficiente.

Su eterno retorno, la historia Universal es interminable, periódico, renacerán en otro ciclo, los hombres que ahora viven, repetirán los mismos actos, pronunciaran las mismas palabras, harán nuevamente lo que hicieron, sin diferencia alguna, vivimos, y viviremos, un número infinito de veces. Se dedico con tanta firmeza, perseverancia en ello, que olvido que era humano, se enamoro una sola vez, sin que la mujer amada lo supiese, sospechase. Alucinado, desconoció, enterró, omitió la vida. Su lirica, una de las más bellas, del idioma Alemán, el tema, demasiado escrutado, decía el maestro Platón.

Ese acicalado momento, terminó con mis amarguras, complejos, aflicciones, y paradójicamente dio comienzo a arraigarse con agriedad, una sensación de la cerquedad enjambrada, panal de cientos de recintos uniformemente orificados, con la precisión del abejar, que nos conduce ciegamente a través del incierto futuro, realmente no creía, o no sabía de él, vivía un presente que se extenuaba cada día, con más premura.

Todos los jóvenes que asistían, sin excepción, mostraban sus cuerpos desnudos, de manera tan natural, que en mis adentros pensaba ¡Coño, que banquete, se darían los pervertidos, y zamuros! La adoración, idolatría, a sus carnes, plasmadas con corpulencia, grosor, densidad, consistencia artística. Los que, habían pasado sus años de juventud, comenzaban a darse de cuenta, del indetenible ocaso; Se les podía observar, cierta nostalgia, tristeza, forzándose, porque permaneciera inalterable, invariable, impávida, la ilusión de lo que es perecedero, la Juventud.

Ese mismo día, comencé a inyectarme, tomar esteroides, vitaminas, bebidas, compuestos químicos, adicionados a los alimentos, mi cuerpo a los seis meses, era sencillamente bello, me ejercitaba por lo menos cuatro horas, todos los músculos se endurecieron, desarrollaron con templanza, como el prototipo que en mi imaginación había esculpido, de tanto describirlo, el maestro Platón, mi estatura a los diecinueve años, alcanzaba un metro ochenta centímetros. Mi miembro, creció, me sentía orgulloso de él, se marcaba con toda visibilidad, en el pantalón; Igual, mi trasero, al menor chance quedaba fascinado mirándome, admirándome, en el inmenso espejo de la barra.

Había alquilado un pequeño apartamento, las paredes las forre de espejos, contemplaba toda mi figura depilada, sentía una liberación, como si me elevara a un mundo mágico, donde el pensar estorba, cansa, comicidad, deformidad, monotonía, solo se es fantasía; Acostaba en la cama boca abajo, extasiaba admirando mis onduladas nalgas, su formación, tal como las veía en las esculturas griegas, las líneas resaltaban, carnes abundantes, lisas, duras, las levantaba, masturbaba, era autosuficiente, no necesitaba a nadie, ni nada, para sentir la sublimidad del sexo; Penetré en un túnel, que desconocía si tenía fin, y volvería a ver la luz.

Comencé a salir, sin establecer diferencias, los hombres normalmente, pagaban mejor, exigían menos, y generalmente se convertían en amigos. A mis veinte años, se había cumplido mi segundo deseo, ser amado, necesitado, escoger amigos, ser admirado, todo lo podía hacer, realizar, mantener, sin ningún tipo de sentimiento, remordimiento. Sentía que la fuerza de la imaginación era tan intensa, que las desgracias vividas se me hacían un estorbo, como un viento que viaja falto de sentido, sin encontrar obstáculos. Definitivamente cada uno mata su ventura, o desventura, que a bien, saliendo de ella, y vivida dentro de ella, es menester responder de ella. Seguro estaba, que no habrían más corcoveo, domados los sentimientos, o abandonados, solo queda ignóralos, sin escrútalos. A ello, estaba dispuestos, me sentía dueño, y señor de la embarcación; Tras la cruz, está el diablo, eso lo sabía.

El vacio, dejado con la muerte del maestro Platón, la había, solventado, con dos clientes, que se hicieron, asiduos, únicamente iban los lunes, y miércoles, a partir de las doce del día, jamás pasaban de las cuatro de la tarde, la primera vez que entraron al local, los atendió Varguita, quien era el decano de los mesoneros, conocía a todo el mundo, trabajaba en el oficio desde los dieciséis años, tenía un estilo, cualidades, condiciones, peculiares, excepcionales, bondadoso, en breves palabras, había nacido para mesonero, lo disfrutaba.

Se sentaron dándole la espalda al inmenso espejo, sitios que eran los preferidos, de las personas de edad, por lo aislado, menos frio, y podían observar, dominar, todo el local; Ellos lo hicieron en la parte izquierda, cerca de los baños. El más alto, elegantemente vestido se llamaba Luis, el otro Tiresias. Acorde de inmediato del maestro Platón. Rigidez, erizamiento, fue el pretérito para que mi mente excavara, una depresión que se escapaba, destilaba, sin poder simularla, reprimirla, impelabasé empedernidamente, espontáneamente, imperando en mi voluntad.

El Señor Tiresias, se fijo en mi palidez; con voz suave, familiar me pregunto ¿Joven, le sucede algo, esta pálido? -No doctor, fue un simple malestar repentino, quizás por el exceso de trabajo, anoche fue fuerte- Sin casi dejarme terminar, me espeto con cierta sorna -Mire amigo, más doctor es usted, le agradezco no me insulte, doctores son muy pocos, y pueden ser contados con los dedos de la mano, y no llegan a nueve- Enseño la mano izquierda, le faltaba el dedo medio, causando hilaridad, risas, entre los clientes que escucharon; Enfumandose mi estado emocional. Se acerco Varguita estiro su mano, ellos estrecharon con efusividad emotiva, lo abrazaron, visiblemente ensimismado Varguita con un leve tartamudeo inicialmente, le dijo -Señor Tiresias, tenía tiempo que no lo veía, la última vez fue en el Delfín, andaba usted, acompañado del doctor Filipo Vanderling, que más que medico, parecía un lord ingles, elegante, distinguido, inconfundible, de palabras directas, sin tapujos, como si estuviese declamando, difícil de entender sus parábolas, que lanzaba como dardos llenos de humor oculto, era un genio en la práctica de la medicina, pero más aún lo era, en la concepción de la amistad, sagrada como un templo; Su muerte nos sorprendió, entristeció, pero para eso nacemos; Luego saludo muy efusivamente al licenciado Luis. Continuaron hablando de tiempos pasados, a cada momento, se destornillaban de la risa, contando anécdotas, situaciones, hechos acontecidos.

En breve tiempo, me hice amigo de los dos, se interesaron en conocer mi vida, aproveche la ocasión, para preguntarle, por qué, lo llamaban Tiresias, se estuvo riendo, un buen rato.

Mira, Adrasto, estas son vainas de Luis, quién me apodo con ese nombre, por escribir un blog que se llama Los Escritos de Tiresias- Les conté lo sucedido al maestro Platón, ambos se quedaron asombrados, serios sus rostros, el señor Alejandro su verdadero nombre, dijo -Pensar, que ese escrito, salió de mi mente, estando sentado en la barra del Bohío Azul. Llegaron dos jóvenes, ambos muy bien parecidos, eran parejas, a los días fui nuevamente, solo uno estaba, contra mi costumbre pregunte, por su amigo; Lloró, silenciosamente, cuando pudo, seco sus lagrimas, dirigiéndome sus palabras -Él, murió, hace tres días, de Sida, realmente no sé, el por qué se fijo en usted ese día que nos vio, comentándome sobre su sombrero, su tranquilidad bebiendo, cordializando con los mesoneros-

Calló, quede mirándole, dijele –Cuanto, lo siento, ustedes me inspiraron cuando comenzaba a escribir, tenia precipitación por hacerlo, desde mi niñez leo, pero ahora en la vejez es cuando tengo oportunidad de hacerlo, uno de mis hijos enseño a medio manejar una computadora, él me creo, un blog, se llama Los Escritos de Tiresias. Pensando en Walt Whitman, y ustedes hice un escrito con el nombre del poeta, entre los comentarios, recibí uno, que decía –Gracias señor del sombrero, en el Bohío Azul, usted nos vio. El arquitecto

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