Ella. Siempre
Ella.
Sentí una
agradable ilusión al verla, sin presentir ni advertir que la decisión había
sido usurpada con prelación, fue como si alguien dentro y fuera de mí, hubiese
impuesto la providencia sin indagarme; en ese momento no me detuve a analizarla,
porque sin lugar a dudas, estábamos de acuerdo en la disposición. Juzgue que
esa fuerza conocía las ventajas y desventajas, pero me molestaba la imposición;
las placenteras sensaciones eran superiores a cualquier desasosiego; veía colores
que se destajaban, por entre los rayos
del sol, de esa claridad que aún no ha sido mortajada con los bullicios
humanos, con los olores enrarecidos y nacientes dentro de su propia muerte. Viajé
lúcido en un fundidor con susurros de colores perdurables; era la alhaja que
tantas veces había soñado en mis fantasías; luego con el furor del alucinado,
comencé a entremezclar las tonalidades de los colores, que saltaban de los
carbones enfurecidos por las llamas; con la fuerza del frenesí comenzaron a danzar
crispantes, moldeando anárquicamente imágenes llenas de delirios flamantes e
incansables; forjándose paradigmas ficticios de mares y ríos en deflagraciones,
yéndose y viniéndose; lunas, soles, planetas y estrellas, brotando en formas que
desmigajaban el entendimiento, con efusiones aloques, negros y blancos, que
sondeaban un universo sin conclusión ni centro, con millones de planetas y
soles, que estaban en ardimientos de vida gestándose en secreto; ahí se había vaciado, el icono de la mujer escrutada
desde muchas vidas pasadas.
Sus cabellos
negros estaban desplegados como las alas del cóndor; reflejándose esa negritud
muy superior al plumaje brillante del cuervo; levantabansé sin altanería, de
manera sinuosa, aludiendo al viajero albatros, sobre el serpentino mar; se
destejaban bruñidos con blancos surcados, por finísimos arañes de luz, dando
tonos garzos, cárdenos, carmesíes y suspirosos fuliginosos, proyectando su guía
con filigranas opulencias, en busca de la completa libertad. Ojos afinados por
su oblicuidad, fijos en la misma masa de gases habientes, correteando y jugueteando con el destino, al cual había aprehendido.
Lengüetas de soles, se hacían bucles ígneos inexplorados; de su bronceado
rostro brotaban ignotas visiones; la mirada preñada de melancolía, divagando
por infinitos por crearse, guardando en su seno enigmas por resolverse,
evitando cualquier escape de su alma. Esparcíanse breves destellos, para luego
lanzar con todas sus fuerzas, ondas de colores enloquecidos por Ser, que se
irradiaban por todo el cosmos.
La lindura de esa esperanza
que me había acechado desde que tenía el rito de soñar, dejaban ver matices
desconocidos a mi corazón; en ese conjunto pretendía leer una esperanza, no era
éxtasis ni un hechizo, sino el aguardo que se tiene de hechos implementados por
fuerzas superiores, asignados para que
se inicie la obra por interpretar en esta vida; en las imágenes que se volcaban
floreadas se asomaba la ritualidad de su
delgadez, en la cual los músculos
dejaban de ser crudas obstinaciones, tornándose armonías que bañaban la imaginación;
los labios humedecidos por un permanente néctar, emprendían alegorías, ávidos
de sembrar efluvios en los vergeles, sin la ruindad de la belleza creada
artificialmente; pensamientos que se hacían enjambres de abejas, en busca de la
iluminación espiritual; el desapego y la razón caminando erguidas como un cisne,
en la quietud del lago fascinando las almas; su carácter, su extraño saber, su indivisa
hermosura y la penetrante y cautivante elocuencia; sonidos emergiendo para
darle vida a la placida voz, desde el más profundo soplo; fueron asimilándose
en la forja de mi alma sin advertirlo.
La afinidad hacia
los otros seres humanos es una cualidad ingénita, tan misteriosa como el mismo
amor, pero sin lugar a dudas se debe cultivar y para obtener frutos, se han de
venerar como un jardinero a sus flores. He poseído esa merced y en cierto modo,
también la he desacreditado. Me he movido, aun hoy día, con un alma deseosa de
ser parte de la humanidad, de afrontar los problemas de los menesterosos, de
los odiados por la maldita fortuna, pero que se desorienta a la vuelta de la
esquina; brioso he sido en el trabajo, pero también en el festejo; he sido
cuerdo, pero más demente; he viajado por mundos reales y ficticios, con
desorientada lucidez, sin lograr explicación al enigma de la vida.
Ante su presencia
se acentuaban con anomalía sublimes emociones nuevas; deseaba vaciarme dentro
de su existencia; protegerla o tal vez que ella me resguardara, me fundiese y
obtuviera una nueva pieza, deslastrada de tanta inmundicia.
Cuantos paisajes
grotescos, horrendos se esconden en el alma humana; casi nada sabemos de lo que
somos y mucho menos, de lo que seremos. El amor no fundamentado en la razón,
realidad o la moral, es el más profundo, porque no se avasalla a la hipocresía
humana. No tenía dudas de que era ella mi diosa Calíope. ¡Oh Dios que te
ignoraba que sea mía! Y despójame, luego la existencia, pero hazla inmortal en
los ensueños
Fui aceptado bajo
condición en el nuevo liceo. Entre los
alumnos que habían estudiado, desde su inicio en la institución, conformaban
una cofradía guiada por Tiresias Murillo; particularmente siempre los considere
como los mejores alumnos; entré con el grupo al cual los mismos profesores, sin
faltarles razón, bautizaron como los desadaptados, en este grupo se encontraban
verdaderos Sansones, pero sin la vergataria Dalila, todos habían sido premiados
con una galopante calvicie, pero también con una estatura y desarrollo corporal,
que en nada los acobardaba ante el bendito Charles Atlas; la vagancia, la
viveza, el arribismo y la coacción, a los otros alumnos y algunos profesores,
débiles y temerosos de represalias, fueron el blanco de estas prácticas
deshonesta; fue la primera promoción del Liceo José Ramos Yépez. Esa fue la
impresión que me acompaño, durante más de cincuenta años ¿Tendría alguna eventualidad
o moratoria, a esta altura, cambiar la casaca? Estando en un acto velatorio, se
acercó uno de los compañeros de la hornada; en otras oportunidades habíamos
charlado de cosas triviales, que en realidad a esta edad lo son todas; me propuso
que intentáramos reunirnos, a los que estábamos vivos o con posibilidades de
asistir, los cuales a esta altura no llegamos al diez por ciento; y como por
encantos maléficos, se me ocurrió referirme a mi amigo Tiresias Murillo y su súper
inteligencia; fallecido, no trágicamente en el aeropuerto de Maiquetía, sino de
un impactante y fiero infarto al miocardio, sin presentarse como súbito e
inesperado, sino todo lo contrario, labrado diariamente por la embriaguez
tormentosa, quizás, para hacer desaparecer tantos infortunios amorosos,
iniciados desde su última adolescencia, al raptar a la que luego sería su primera
esposa y está, lo embarrancara inauguralmente, en los ácidos rencores del
adulterio anunciado, que se hace deseo sediento y necesario para la víctima,
porque el cornudo primerizo ha de ser cabrito, símbolo de la juventud inocente,
que apenas está recibiendo los primeros coñazos al abandonar el cascaron y se
le aviene el celo, obnubilándole la razón, presumiendo de vergatario y valiente,
no llegando sino a encerrado cabrón; el cado fue que el bellaco, pícaro,
marrullero, astuto, sagaz y traidor, que de desagradecido está lleno el mundo, enrojeció
y con ese color de odio atrincherado durante largos años, se avinieron en comparsa
epítetos altisonantes.
-Carajo Nefesto,
que bolas tenéis ¿acaso no recordáis el examen de Latín? donde la menor nota
fue catorce puntos aprovechados por Aristóbulo; no era de mis inmortales. Pero
con rapidez y avidez recordé al prototipo Aristóbulo: EL de la dejadez hecha
humor, engaño, irrespeto por lo viviente y muerto; pequeño, siempre
empaquetinado como si fuese a asistir a una festejo, con su único cuaderno en
el bolsillo postrero de su acolchado y forrado pantalón, bamboneando su
irregular cuerpo al caminar, en atribulación de achispado, en busca permanente
de hacerse de una oración, una palabra o letra, con la cual expresar su
constreñida y seca mente; su risa preñada de circunda asebia, endiablada y
siempre presto a descargar su ironía sin querer, queriendo, aplicada con apetencia
a cualquier situación, que por muy seria que se presumía, entraba en el retablo
de sus ocurrencias y mamaderas de gallo.
¡Ese examen! nos
lo entrego el flaco Asmodeo, crispado y señalado como Judá Iscariote, todo lo
juraba con conciencia, pero con seriedad de mercader y virgo de viejo marica;
pero como se la va a pedir al manzano del caribe su fruto, si la muerte es su
beneficio. Pero nada que ver, contra las tempestad del pacifico, los constantes
terremotos del Japón y la seguridad de misericordia de la empresas
transnacionales a la humanidad, lo nombramos por unanimidad padrino de nuestra promoción;
se desempeñaba como jefe de bedeles y hombre de confianza de la dirección y
profesores; entre sus atribuciones operaba el multígrafo; los profesores le
entregaban los exámenes para que los imprimiera. ¡No recuerdas! que nos entregó
el examen de Latín y todos la aprobamos con veinte puntos, con excepción de
Aristóbulo que de haber aprobado con veinte puntos, hubiese sido lo acabose, lo
imposible; además Nefesto, continuo, todos sabían que Tiresias se llevaba los
textos a examinar, atrincherado en el método Braille, quien podía asegurar o
negar que se estaba copiando, pero lo hacía-
Ni el polvo me lo
sacudí, al dejarlo me fui a la plaza Bolívar, siempre me han encantado las
plazas, sueños que no dejan de andar y remarcase, sin estorbos de los no
deseados; los árboles inhalando candorosos su aislamiento; la masturbada locura
de los pájaros, revoleteándose en alucinaciones de abundancia; sus peleas muy
bien fingidas; los romances castos y anímicos, con sus cantos que se esparzan,
ocultando formulas misteriosas forjadas de otras vidas; el silencioso viajar,
ir, venir, erigiendo el nido antes de procrear, como tratando de enseñarle a
los humanos, la necesidad de la responsabilidad con los hijos; sentado en esa
plaza, me había percatado de la presencia del profesor de latín, encrucijandose
en alguno de los bares que posados alrededor de la plaza, señalan la entrada al
mundo del ya no Importa, donde las convenciones y lo que se fue, o deseo ser,
no tiene jerarquía alguna; al verlo entrar en el figón, me dirigí al específico
tugurio, me senté en la barra a su lado; sin preludios necesarios, escudriñé
algún recordatorio de su estragada mente, nada que ver, era como si estuviese
conversando con la misma muralla china; apenas comenzaba la cacería,
esmerándome con más perseverancia en enganchar su atención; opte sin
consultarle en obsequiarlo tragos, sin dejar de exaltar el monologo y
penetrando con manta, en los asuntillos mundanos sin importancia; limpió los
culos de botella, que forjaban en hacerse gafas; aspiro extenuado y dejo brotar
de aquella boca arrasada por el cáncer, las sufrágante y despiadadas enjundias
azuladas, emanadas del hechicero humo, ensalmadas en pequeñas alucinaciones a
cada fumarada, dándose la sensación codiciada y esclavizanté; de esa embocadura
saltaron unas haraposas risitas, escoltadas de algunos tonos guturales buscando
ser mensajes, que se detenían con timidez; simulacro, ensayos de la antaña
elocuencia, dejada en las soledades de las aulas con la fiebre académica de la
juventud, deseosas de posesionarse nuevamente en esa mente, que debió servirle
para realizar sueños, ya dejados en el abandono –A usted no lo recuerdo, pero ¡Sí!
con premura y odio, se me arrecia en la mente la imagen de Temístocles el
Bellaco, con su fuerza acorazada buscando descargase, sus ojos de maldad
siempre arrogantes, despreciativos, opacados por el rencor, su caminar sinuoso
en busca de un apoyo para su cuerpo supurando grasa; a Tiresias, con sus
latinazos de milonga trasnochada, en busca de una mujer, donde acrisolar su
entusiasmo de hombría solo palpada por su mano de ciego ¡Sí! recuerdo la
barbarie del curso, sus prolongados discursos de guerra anunciada y aplicada, a
cada uno de los profesores, a escotes, sin consideración, y me exaspera y saca
de quicio, recordar sus engaños brumosos y falaces, sus amenazas; retengo aun en mi mente las imágenes de la
nave guiada por el amor contra-natura, con mi Jasón ofrendando eternidad,
silencio; Y, y, yo, entregándole el Vellón y carnes de mi hombría, la pesadez
que horadaba mi alma, que la entumecía; ¡Sí! No lo niego, no tiene sentido a estas
alturas; y, y, hacia repicar mi culo como las campanas de San Pascual Bylón,
con su badajo penetrándome, oscilante, contorsionanté, al abrigar y embrollar
mi espíritu; la embarcación donde anide ¡Oh Dios, como desbarate mi vida! ¡Sí!
Tengo un sueño, apalear la oportunidad de volverlos a examinar, me veo entregándoles
el examen, mi aturdida avidez de aplazarlos a todos, de vengarme de Jasón, de
su ignorancia, de su engaño; de todos ustedes, del sabor que le prologaban a
una vida incompresibles, desdeñada, burlada, encorvada; y percibo a los
malditos miembros del jurado, felicitándome por mi eficiencia, al lograr ese
nivel de compresión en la lengua de mierda, muerta, menjurje de pretenciosos
eruditos, ociosidades de desvergue, como los he odiado. Y, Asmodeo con sus ojos
de lechuza, mirándome, su rostro aguijonado por la viruela y la maldad,
buscando saciarse, retozando. ¡Si! Fui yo quien rogó a ese miserable, para que
le entregara el examen a mi Jasón.
Mantem sanctan spontaneam voluntatem et liberacionem-
Dispuse entrar a
la facultad de derecho; en las primeras clases evidencie, que de las seis
materias, con la excepción de dos, los profesores se la daban de declamadores
de unas aburridas guías de estudio, prendidas con un solo fósforo plagiadas al
descampe y sin composturas, que todos lo han hecho y lo hacemos, pero con
bejucos atrincherados en amuralladas fosas, a los grandes teóricos del derecho,
apagada esa llamita cagosa hace mucho tiempo, en creencia de que las relaciones
de los humanos son los desechos de un retrete censurado. Esas pautas las habían
vendido por años con carácter obligatorio tácito; resolví asistir a las clases
de las dos materias, donde los profesores estaban reconocidos como verdaderos
pedagogos e investigadores. Es decir, que sin haber arrancado me atoraba en el
aparato de partida, ya me hacía un descendiente de Solón, del maestro Avendaño
que de pulpero se agarró la lotería de la universidad para el poder popular, y
en menos de dos años ya estaba jurungueando en los tribunales, aforando y
desaforando su interminable codicia por la buenas hembras y su obsesión en
procrearse y alimentar su obesidad; en breves pero tajantes palabras, quería
enmendar al mundo sin conocerlo y sin tener el poder, ni los medios para
intentarlo; cabriolaba nuevamente fuera de pista. Contradecir a un profesor en
una universidad pública y autónoma, es lo más tonto que se puede forjar, más
aun en ese tiempo donde existía una sola universidad en el Estado.
Mi promedio era de
diez y ocho. Llegue al final, no sin los odios amontonados en las seseras de
los profesores, la razón era no haber asistido a sus clases y empavóname,
hablando pendejadas como un gatillo loco, para enfatizar la perdedera de
tiempo, con la ranchera mal interpretada y repetitiva de las jodentes y anticuados
guías, como si se hubiese atorado o desgastado la aguja del toca disco, y calada
a la fuerza sobre el disco, con una caja de fosforo o cualquier objeto, que
obligase a la desgastada saeta a dar sus últimos alientos de vida,
adicionándole como estribillo denunciatorio la perversidad y las imágenes infames,
lascivas, selectivas y eliminativas, para los estudiantes, abreviados para
clases particulares, de acuerdo al género sexual que pulsiona y abarrota el
deseo del profesor, parejo odio que se circundaba por haber sido abrutado y arrojado,
por rolo de hembra que me traía desmenuzado, con sus andares y golpeteos
gluteales; para desgracia o benevolencia del destino, el primer examen final
fue derecho civil; estaba conformada por treinta nueve temas; materia que
dictaba un viejo amigo de la infancia de un tío mío; profesor, que permitía con
toda objetividad ser apuntalado con el remoquete del pichón; impersonalmente,
sin que exista tirria, su vecindad con un cría de paloma era maravilloso; el
ultimo día que vivió nos tropezamos en un depósito de licores; conversamos
sobre las vueltas, regreses y cabriolas de la vida, la jerarquía de no
amilanase antes los actos fallidos, brindamos por la humanidad, el perdón de
los pecados e infinidades de retrabes; de pronto atino a acordase que tenía un
mate en el vehículo, iba a menesteres privados con una estudiante de la
facultad, para ejercer un privilegio consuetudinario
otorgado por la Universidad; como despedida me permití ofrecerle una botella de
wiski, efusivamente nos abrazamos, poco falto para bañarnos los rostros de
espitosos y fluidos gargajos; quiso cancelar una cuenta de diez cajas de
cigarrillos, que con temblor del deseo por cumplirse agarraban sus deditos de
pichoncito, lo convencí diciéndole que era el asegurador del negocio y que en parado
como estaba en el abismo de la quiebra, deseoso de encurdar la mecha del fuego
liberador y regresarse a su tierra, en realidad, mi asegurado, el portugués no
me cobraría cuenta alguna; emparapetó su diminuta figurilla en el Mercedes Benz
500, bajo el vidrio de su auto, y con su alita izquierda se despidió para
siempre; esa noche murió de un infarto; me encargue de liquidarle a su mujer,
no sin cierto deleite del servicio cumplido al que te ha maltratado, no importa
que no se dé por enterado, que ahí esta Dios para endosarlo a la cuenta, el
monto del seguro de vida, lo hice en tiempo record; era un mujer despampanante,
bella, y estaba dispuesta a rehacer su vida. Mi cargo era gerente de la
aseguradora de la universidad donde el fungió arteramente. No es que haya
deseado su muerte, lo Juro, nada me daba ni me quitaba, por el contrario, sin
proponérselo me encarrilo a una profesión con la cual gane dinero en profusión,
goce hasta desbarrancarme, pero eso si todo a su desmedida.
Pastando la Vida.
Desde la más
temprana edad me veo trabajando: haciendo mandados en el barrio; yendo al
mercado para cómprale a las vecinas veinte plátanos por un bolívar, esperando
las once de la mañana para desbancar a
los piragüeros, ya enfurecidos por el sol y tomados de la ebriedad, se
desaforaran y comenzaran a subastarlos de a treinta por un bolívar, resultándome
en ganancia diez plátanos para mi incipiente patrimonio, por cada bolívar; lo espinoso
era el porte hasta el bus de madera de los enormes plátanos, embolsados en mochilas
de papel con asas de alambre; desmigajando mazorcas de maíz; limpiando válvulas
petroleras; leyendo medidores de electricidad; alquilándome como caballero-figurín
para bailar el vals con la quinceañera por cien bolívares; mesonero los Domingos
en la terraza del barrio; custodio de viejitos bebedores; acarreador de sacos
de carbón y combustibles para los anafres y las cocinas; transbordando
mercancía textil; gamuseador de autos; mezclador y vendedor de mantequilla
criolla, elaborada con más papa que mantequilla; todas esos tenderetes los
hacía porque me nacía y sentía gran satisfacción, cuando le entregaba a mi
madre la mitad de lo ganado y la otra parte, la utilizaba para darme mis
gustazos. Un pero caliente con mayonesa y mostaza, y despacharle a los viejos
del barrio una ayuda, casi con seguridad y emergencia aguardentosa, pero que se
le hace si se sentían felices.
La Tormenta de las
Mandocas.
Me encargaba en
horas muy tempranas de la mañana, en consignarlas en diferentes bodegas y luego
por la mañana siguiente, cuando me dotaban del nuevo cargamento recogía las no
vendidas; pero un día era tanta el hambre que me perseguía, que acorralado por
los calambres y sonidos estertores de las tripas y faltando a la ética
profesional del recadero, le entre sin consideración ni misericordia a dos de
ellas; al llegar a la presencia de la patrona, con mi carita de pendejo y
saltándose dos preñadas lágrimas de sentimientos, le espete la razón de la
falta de las anheladas frituras; nada me dijo, solo miró sin dejar de aturdirme
su malicia malsana. Esa misma noche comencé a observar que los enflaquecidos
brazos, comenzaban a mostrarme la tempestad que se avecinaba, demasiados
conocidos me eran: las descargas eléctricas parpadeantes aumentaban sus
kilovatios a cada minuto, se disparaban filtrándose del hígado, riñones, páncreas,
estomago, yéndose a la epidermis, dermis, badana, cutis, tez, cutícula,
guevito, culito ¡Meollo, alma, de la existencia de la puta vida! Atolondrando erizamiento,
latigazos, erupciones ásperas, conmociones, vibraciones, sacudidas; ya estaba
cansado de tanta jodedera de las funiculares intoxicaciones, prepare mi
voluntad, la lucha debía ser a muerte, el secreto estaba en no temer o irritarse,
obligar a ese dolor tan diferente a cualquier otro, con los cuales estamos prodigados,
a que se desconecte; debes evitar, me decía, limarte con las uñas u otro objeto,
las porciones que te crispan; pero ya amaneciendo no eran porciones lo que quería,
deseaba la torta completa, por lo que ya no había ninguna duda, de que el
ataque era masivo y decisivo, como nunca lo había glosado mi organismo: Sentía
difundirme en un inmenso desvergue existencial, la mente se desesperaba y me
exasperaba, preví la decisión de no cepillarme con las manos u otro cosa, las
roscas bollosas, bullosas y hormigueras, porque sin lugar a dudas es un
lenguaje muy definido con el cual se expresan, sin embargo porfiadamente algo o
alguien, se afincaba en inducirme a hacer lo contrario; aferre mis manos en las
cabuyeras de la hamaca donde cabeceaba; se hizo el sueño y con él la pesadilla:
Vi el Caladril (ungüento que aplicaban los médicos como la novedad científica,
contra la avidez rascará de las resquebrajaduras de la inoculación) engreídas
orgullosamente sobre las amorfas ronchas y ellas cagadas de risas . Cuando abrí
los ojos era una bola hinchada casi a estallar, con riquezas se dejaban venir
las supuraciones de pus; me levante y encerré en el pequeño baño, que nos servía
a diez personas, sin rencor abrí la regadera, una suave y fría agua deshacía el
maldito Caladril; como pude me fui desnudo hasta la cocina, eran unos seis
metros que la separaba de la pieza donde me encontraba, ese espacio fungía de comedor,
convirtiéndose en mi sitio de dormir al promediar las nueve de las noche; atine
a conseguir vinagre, volví al baño, frote con un jaboncito de a locha (doce céntimos
y medio de un bolívares, de aquel tiempo, hoy día no tiene valor alguno en
comparación con el dólar) que le endilgaban el pomposo nombre de Jabón de Almendra,
luego me rocié con el vinagre, deje que transcurrieran algunos segundos, la
desazón comenzó a huir y con ello llego el definitivo sueño, y la
hospitalización.
Aeropuertos.
Mis fallidos estudios de derecho me brindaron la oportunidad de
conocer a un ser humano excepcional. Eduardo López Iragorry. Lo recuerdo aun, a
pesar de la brevedad de su estancia en este mundo; escasas veces dialogamos en
la juventud, pero en la adultez compartimos momentos gratos en los aeródromo,
en esos terminales aéreos que en épocas pasadas, encendían la pureza de la
ociosidad en el alma, hacían soñar, troncaban la acidez de los compromisos del
trabajo; se iba a estar cerca del cielo, aledaño a las nubes, retozando con las
tonalidades de la luz, jugueteándose entre ellas, para hacer y deshacer estatuillas
de ilusiones, de vaciados que están en la mente, soslayándose en construir
laberintos, trastornar, apostarse dentro para fantasear; sola una vez hubiese sido suficiente, para
nunca olvidarme de su grandeza como ser humano. Fue la única persona del curso,
y porque no afirmar, de la facultad o institución política, que tuvo la
valentía de denunciar el fraude que se me hacía, al aplazarme con una nota de
diez y siete puntos, amén de haber contestado el noventa y nueve por ciento de
las preguntas orales, a pesar de los métodos hostiles que emplearon los
examinadores; nadie más se manifestó contra la injusticia.