sábado, 1 de abril de 2017

La Extraña Vejez del Psiquiatra J.A

La Extraña Vejez del Psiquiatra J.A

Me he demorado para contar ésta historia; hasta éste instante, en el cual me asaltan los recuerdos sin darme tregua; memorias que pretendía haber incinerado para siempre; realmente hubiese preferido que permanecieran arrinconados en los escondrijos de la mente donde los había sepultado. Éste es, una de los tantos conflictos que han permanecidos sepultados en la mente, con la pretendida decisión de llevárnoslos a la sepultura; está historia pertenece a un ser humano que, sin lugar a dudas, cosechó grandes éxitos en su vida, que llegó a la cúspide, al reconocimiento de su valía profesional, y por tanto, fue inmensamente odiado e hipócritamente querido. Cuando se llega a la vejez y miramos hacia atrás, nos damos cuenta que es casi imposible exterminar las lacras que nos han acechado, que aparentemente las hemos dominado; en ésta edad, inflada de crueldades, se presentan de manera silenciosa, surgen imprevistamente ante la presencia del estímulo al cual por todos los medios hemos tratado de esquivar durante el transcurrir de la vida, y he ahí que el aciago instante hace erupción como un volcán, sin aviso, robándonos a la muerte, apoderándose, haciéndonos el doctor Fausto, ese doctor, que nos contiene por igual a todos los viejos; esos deseos de inmortalidad; de alguna manera, en algún momento de nuestra vida, consciente o inconscientemente, alucinando, fantaseando, en ensueños, en centellazos de desviaciones de la realidad, se nos han presentado; algunos se aventuran, lanzándose ciegamente sin importarle la destrucción que acometen contra la familia y contra ellos mismos, es como si una neblina oscura, densa, cerrarse el cielo a la mente, como si una poderosa droga inventada por el mayor dios de la devastación nos despojara de todo racionamiento, de toda voluntad; otros la dejan avecinada a los sueños que nunca llegaran a materializarse.

No todos tenemos la oportunidad, o la desdicha, de experimentar ese fuego devorador que quema el cuerpo y el alma, trastornando los sentidos, ese exhalación donde estamos seguros que nos anima un nuevo ser libre del tiempo, sin mudas, donde la sangre despierta con bríos espumosos, ardiente, deseosa de ser únicamente verano, con los ojos chispeante encendidos por la lujuria y que, sencillamente es disposición para rotularnos de Perversos. Ese momento lo hemos anhelados algunos, ese rayo de resurrección sin distinción de sexo. Amar por última vez de manera desenfrena, palpar, acariciar, ceñirnos a ese cuerpo que apenas comienza a vivir, en la piel sedosa, virginal, como una rosa al abrir el capullo y ser acariciada por primera por los tenues rayos del sol en su nacimiento, suavidad que nos eriza esa piel ya desgastada, arrugada, escabrosa y áspera, como la superficie de un desierto de rocas.

Ésta es la historia:
Siendo aún joven y estando en el consultorio psicológico de J. A, un lugar sumamente acogedor y propicio para desahogar las confidencias que nos angustian y trastornan, y a pesar que el mismo J. A, tenía como profesión auscultar y diagnosticar las mentes de otros, siempre había sido del criterio de que el mejor secreto es el que uno se guarda, sin siquiera mencionar que se tiene, porque afirmaba: al ser mostrado deja de serlo y nos exponemos a ser esclavizado, controlado, por el que audiencia al que se desahoga; me refirió, sin embargo, una historia de su vida, quizás la más importante para él, enfatizando que, desde el inicio de su vejez lo aturdía, recordaba que desde su juventud deseos perversos cruzaban por su mente como la exhalación de una estrella fugaz sin prestarle la más mínima atención. En ese momento la narración la consideré ridícula, por no decir absurda e inverosímil. Se expresó con tan franca y directa simplicidad y convicción, que dejó sembrada en mi mente esa conversación. Ante la gravedad de la confidencia y las consecuencias que me acechaban, opte por advertirle a mi mente, que nada habíamos escuchado, actitud que mantuve hasta este momento, donde mi ancianidad y la cerqueda de la muerte, me permiten contarla y prevenir a tantos colegas longevos de lo trágico que resulta tratar de regresar a épocas ya pasada, o a emplazar e instalar sueños y fantasías que no dejan de ser eso, sueños y entelequias.
-Mis sueños son mi imagen, me dijo, y continúo -son solo presumidos sonidos como la niebla eterna que recorre el Universo sin estar atada al tiempo, viéndose pasar en un recorrer sin aparente significación, viajando con frenesí, sin amonestarse, dejando su Ser a su eterno capricho, desdeñando cualquier complicidad con alguna realidad, viéndose observada por millones de ojos estupefactos. Desde mi infancia me avoque con empeño a buscar mi definición, y sin pensarlo dos veces me dedique al esclavizanté estudio, descubrí que es el medio idóneo, donde la carencia de dinero, de un nacimiento de cuna agraciado, podrían ser atenuados combinándolos con una bien administrada hipocresía, modestia, astucia. Abraxas fue mi Mefistoles; indague con ahínco las voces que nos buscan, que nos acechan, para someterlas a mi niebla, para darles figuras; de esa manera, sin lugar a dudas, me desplace como una estrella en formación, absorbiendo la energía de las decadentes estrellas con sus voces de muerte; escuche sus monstruosos aullidos que rompían el silencio sideral, nunca me di por enterado, estaba dispuesto a sacrificar a cualquier ser humano, elimine todo reproche de culpa de mi consciencia. Así llegué a la cúspide, no veía caída ni retorno; abundaban los amores, el dinero, la adulación y lisonja, de una sociedad siempre decadente por antonomasia, porque no hay otra manera de que exista, sino es a través de la devastación de los humanos por los humanos.

Un día comencé a notar que me toreaban las mujeres, los políticos me rehuían, que mi sabiduría era puesta en tela de juicio y, lo más grave, que los adolescentes, no solo se fastidiaban con mi presencia y diálogos, sino que se mofaban, con esa risa sinuosa del saberlo todo, de ignorar el miedo, de tener atada toda la sabiduría posible; había tenido mi imperio y, ante mis ojos se desmoronaba; escudriñé las causas, me hundí en las reflexiones durante muchas noches, en los sueños acudían infinidades de imágenes que creía olvidadas entremezclándose con otras iconografías, forjándose, en ocasiones, verdaderos monstruos; esos ensueños me seguían sin dejar que se enganchasen los pensamientos conscientes, las imágenes reales, empujado por feroces corrientes y turbulentas aguas de una cascada huían sin la menor posibilidad de que retornasen, estaba cogido sin posibilidades de desprenderme de la apresante obsesión; sentía que la vida en su paralelismo, en su existencia doble había perdido su armonía, flotaban como un cohete que ha perdido todo control, que solo le queda deambular; acudí a la observación directa de mi cuerpo y rostro; poco a poco la mente fue cediendo y dándole paso a la verdadera realidad, no a la verdad obtenida con mentiras, a esa verdad engañosa que se nos hace dogma y nos mantiene hundidos en alucinaciones, fantasías; surgió, como corolario, una insostenible y permanente angustia en mi mente, una obcecación sin darme tregua, ni dársela ella; surgía la certeza de que el máximo momento estelar de mi vida, estaba huyendo, por tanto, debía ser aprovechado lo que quedaba con la mayor intensidad posible; desde que oía los primeros audios feroces de la aurora y me incorporaban a la realidad exterior, mis primeros pensamientos eran la continua obsesión, deslastrar mis potencias priapericas; acudía presurosa la imagen sin rostro de los amores por hacer. Cuando ahora a mis setenta y dos años, vejado, festejada mi desgracia por los demonios que creamos, se despiertan nuevamente esos momentos, fatigándome una vez más; ya sin posibilidad alguna de acometer nuevamente sus ejecuciones, y en el alma escucho un silencio que me aturde, una  remordimiento pasajero, intermitente, y se hace nuevamente ese yermo, esa nada que comienza a fustigar la realidad, profetizando la soledad de mi alma la cual ya es imposible torear; haciendo y mostrándome un sufrimiento profundo, una angustia que refleja mi preocupación ante los cambios que experimenté en mi conducta, y, que no tuve la suficiente voluntad para deshacerlos-

J. A, miraba sin sus ojos, sin ver, como si vagase entre sus sombras, quizás eran esos recuerdos de nuestra juventud y adultez, que nos sumergen en un éxtasis ubicándonos en un momento que nos representa toda una vida.  Embarazosamente, y con lentitud, su voz comenzaba a excitar su rostro de montañés, con una dulzura que ocultaba su fuerte carácter y su indomable ascendencia guerrera; en el ambiente del consultorio se sentían que habitaban duendes atávicos con sus peculiares olores a moho, a cadáveres insepultos cansados de merodear y de penar, de hablar sin ser escuchados, acobijados con sombras monteadas tropezándose entre sí; esos fantasmas que deambulan sin lograr acercebar la voluntad de nadie, que los niños  se dan por sobre entendidos, considerándolos verdaderos bufones. Recuerdo mis primeros pensamientos al comenzar J. A, a exponerme su secreto: “Va a aprovechar, me dije, su sabiduría, arte y elocuencia, para jugar con mi ignorancia  e inexperiencia” Actualmente las dudas que tuve en ese momento se han desvanecidos, y creo que J. A. era prisionero de sus propios excesos; me reveló, no solo sus abominables y seriales crímenes con lujo de detalle, sin cortedades; pero así mismo, con una suprema iluminación y goce; develó uno de los deseos más ansiados por los viejos, pero de esa vejez que no se acepta, de esa ancianidad que nos negamos admitir, olvidándonos que esa postura solo es abono para desgraciarnos, desgraciar, y perder la única, y última oportunidad de observar, obsérvanos, meditar, repasar y repasarnos; sin embargo, no es menos cierto, que es la máxima hipocresía que cultivamos durante nuestra vida. Pareciese como si J.A, se creyese dotado de un privilegio sobrenatural que le hubiese permitido vislumbrar con toda claridad y precisión el mayor tabú de los deseos en la vejez, otorgándole licencia para actuar sin ningún tipo de freno, o bien era juguete de las alucinaciones demenciales tan comunes en esa edad.

-Conservo una preocupación, dijo, una obsesión que me hostiga en mis sueños y continua durante todo el día, es verdaderamente una tortura, he tratado por todos los medios de disiparla, distraerla, huir de ellas, es tan similar a la pobreza, imposible de deshacerse de ella cuando se posesiona inescrupulosamente por orden del destino; es un estado que se adhiera y que se acepta convirtiéndose en algo imprescindible- Silenció sus palabras y sin perturbaciones se consagró a observar como la cenizas de su habano se deslizaba sinuosamente desde su mano hasta depositarse en el piso, unas pequeñas lagrimas se deslizaban carentes de sentimientos, amuralladas por la muerte.  –Es verdad que he sido un necio-  continuó, expresándose en un tono de arrepentido sin convencimiento, como fustigando mis sentimientos-  -cuando uno se deja agarrar, o quizás, es consecuencia directa de desafiar a Dios tratando de alcanzarlo o superarlo, penetrando en túneles donde la luz se ha extinguido; pero lo que me acontece, ésta obsesión que me subyuga no es vulgar historia de aparecidos……; no, son las angustias comunes de la vejez, de buscarse desasosiegos, inquietudes, preocupaciones por nimiedades por absurdos tan irrelevantes como ponerse nervioso al pensar que se ha de ir al banco, o que se de cocinar para comer mañana;  no, es un secreto extraño y muy difícil de confesar. Es un sortilegio, un encantamiento funesto, un destino inquebrantable que nos guía al abismo, convirtiendo la vejez en una permanente tortura, atestándola de deseos iracundos; que al satisfacerse nos conduce a la perdición, tenía la certeza que penetraba en un túnel sin posibilidades de volver a ver luz; los viejos y los niños actuamos con mucha similitud cuando deseamos algo, con la diferencia que sus deseos son pulsiones normales, naturales, son el despertar de un alma pura, sin vértigos de maldad; las nuestras, avideces, obsesiones, que en la mayoría de los casos, son expresiones antinaturales, criminales, son muerte.

Se detuvo, entorpecido por esa timidez que se apodera de los campesinos de las cordilleras, desviado su mirada a la nada, instinto ancestral, evitando enfrentarse a los ojos de las personas con las cuales dialogan, como evadiendo ser encandilado, auscultados en su alma, y sin embargo desean expresar sus verdades sin ambigüedades, sean graves, conmovedoras o hermosas; e inopinadamente me preguntó –Has leído el Fausto de Goethe, y antes de que pudiera contestarle, continuo con frases entrecortadas, que pronto adquirieron la fluidez, coherencia, entusiasmo, al cual me tenía acostumbrado. Comenzó a revelarme el misterio máximo de la vejez, según él, esa conclusión a la cual había podido llegar despojándose de todas las convenciones religiosa, morales, humanas, teniendo como esencia de la vida sólo el placer el deseo desbastador, sólo su Yo.

-Desprecio a los seres humanos, continuó, me desprecio, me odio, y sin embargo, ese aborrecimiento me llena, ese fingimiento desahoga mi interioridad viciosa, desprovisto de verdaderos sentimientos, que fingen artificios para desahogar su interioridad perversa, tan llena de basura como un contenedor de inmundicia, admiro arteramente, con malicia diabólica, a los seres humanos que se han atrevido a enfrentarse a éste mundo de iniquidades, a los que igualmente que yo, somos predestinados, no por Dios, o favorecidos por el demonio, sino por fuerzas del Cosmos, por los misterios del tiempo, de ese tiempo que solo existe como invitado de la estupidez, del cual nos sentimos elegidos para someterlo; fingir es la vida que nos han propuesto y lo hemos aceptado, así ha sido y siempre lo será. Cuando joven odiaba, me indigestaban los hombres viejos, sus patrañas para seducir a los adolescentes, que amparados en su poder económico, en su saber, en el dominio de alguna disciplina deportiva, en las necesidades monetarias de los adolescentes, fingen acercamientos con un solo fin, saciar su delirio de pedófilo, su sadismo, su goce ante la desgracia de quienes son atrapados en sus mallas; con singular cinismo, con la desvergüenza y perversidad más elocuente acuden a los mitos, a esas transfiguraciones de dioses depravados y corrompidos que nos contienen y sujetan a sus vicios, un Zeus acorralando envileciendo a los pastores adolescentes, su hijo Apolo amancebándose transformándose en elocuentes engaños y procederes poco virtuosos para un dios, y las incansables voluntades de los psicólogos buscando, husmeando, gérmenes en los mitos, extrayendo, zurciendo, en los entresijos de la mente, para asimilar esos deseos a la misma naturaleza humana; conductas culturales universales que siempre han existido con la misma intensidad y diferentes justificaciones. Conocer los misterios de la vida interior, de ese tornado reprimido que se puede desatar en toda su magnitud ante la cerqueda de la muerte; induce a acometer, a saciar lo reprimido, lo no hecho, pero deseado y manifestado en los relampagueos de los sueños, de las fantasías, de las alucinaciones, que no son sino manifestaciones de  la cultura que se nos ha inyectado, de esa sombra cultural llena de nefastos negamiento de cualquier valor humano, porqué, qué es la cultura, sino todo lo humano hecho y por hacer. Pero ignoraba que la naturaleza humana es imprevisible, que viene adosado al nacimiento un todo, un Abraxas. Durante toda la vida buscamos afanosamente la libertad, nos escudamos en las bebidas embriagantes, en las drogas, buscando ese desahogo momentáneo, ese deseo pervertido de dañar al prójimo sin tomar en cuenta para nada la destrucción que provocamos. La mayor Utopía del ser humano es ser libre, algo verdaderamente imposible; estamos frenados, no sólo por las convenciones sociales, morales, económicos, religiosas, también por nuestras familias que, en todo momento nos mantienen sujetados a nuestros miedos, ansiedades, angustias, a nuestros complejos. En la historia que te estoy contando he actuado sin subterfugio, he utilizado lo que rechazaba, pero con el conocimiento de la naturaleza humana, la única justificación es mi existencia, el deseo nunca colmado ni controlado.

El cuerpo cambia sin interrupciones, pero siempre las pasiones, en nuestra mente, en el alma, permanecen y se conservan, quizás, con más intensidad en la vejez; he tratado de formarme un concepto sobre los bodrios que nos enredan a todos los viejos, sin excepción, y sin atreverme a dializar de los umbríos caminos de los escarbadores de la mente, he llegado a la determinante y sencilla conclusión: Los Viejos somos unos Bichos, al igual que todos los seres humanos en general sin importar edad, pero es en esa etapa de la vida, la vejez, donde se acentúa la maldad del ser humano, se es un niño, se finge serlo, esa cara de dulzura,  de lastimosa complacencia, de atracción angelical, de debilidad, llenando todos los espacios, sin ambigüedades, y encerrada en el alma aquel desprecio por la vida de los demás, se es como el verdadero Tartufo de Moliere, toda la indecencia programada en el alma, y la indiferencia hacia los demás, solo nos potencia nuestro Yo, satisfacerlo sin importar su precio, monstruos alimentados por la ociosidad, por la desvergüenza, la impaciencia y la impiedad. El caso es que, cuando se llega con las capacidades plenas o pensamos, y estamos copiosamente convencidos de que los años solo nos han servido para darnos experiencia y el poder de la manipulación, y que nuestros desgastes mentales y físicos son mínimos y, por tanto estamos y podemos seguir en la guerra. Pero la verdadera realidad no es tan sencilla, existe como una especie de molde donde se vacían a los hombres viejos, ese molde es aplicado sin diferencia por la sociedad, en cualquier sistema político y social. ¿Qué características le son intrínsecas al hombre viejo cuando trata de mantener, en lo posible, su modo de vida? Te he referido mi obsesión, pero ello no conlleva a que sea asentada como una verdad absoluta, dista mucho de la realidad el qué, el ser humano, en la ancianidad actué con el mismo propósito malévolo, tal cual lo he hecho yo, hay infinidades de personas ancianas que vegetan, y se comportan de la manera que le exige la sociedad, pero indudablemente lo hacen porque no tienen otra alternativa; y he ahí, precisamente en ese punto, donde los demás seres humanos los encierran en el mismo saco. Pues bien, te he de referir de manera real esas características: Suponte un viejo que su razón de vida, en la vejez, es vivir apartado lo máximo posible de lo que él considera una sociedad decadente, una sociedad ahogada en la ignorancia suprema, hastiado de las hipocresías; lo logra, pero sería imposible un aislamiento total a esa edad, y por supuesto, acostumbrado como ha estado a vivir con comodidades no las va deshacer; éste viejo posee suficiente medios económicos que le permiten desechar cualquier preocupación económica. Ése viejo, por la ley de la enferma sociedad ha de ser: pedófilo, homosexual, violador, brujo, pendejo o loco, y como tal se le trata y arremeten a buscar esa verdad; para ello, existen diferentes armas, se le tantea las supuestas desviaciones poniéndoles celadas; para la homosexualidad se le acecha de mil maneras con propuestas que para una mente normal resultan inverosímiles; si te sientas en un parque la idea de los transeúntes es que estas tirando la red para pescar, se te acercan adolescentes, varones y hembras con el mayor descaro se te ofrecen a cambio de una prestación en dinero o especies; si ayudas a alguien, aun siéndole conocido, comienzan a urdir artimañas, porque se les hace increíble que alguien pueda ser un humano momentáneamente solidario en un desliz del alma, o tentado por la malicia ; se le crean historias de violaciones, de hechicerías, de actos de locuras, de una prodigalidad para cubrir y lograr el acercamiento de los adolescentes sin distinguíos de sexos; si tratas de hacerle cualquier cariño a un niño las miradas de fuego lo queman, y los rostros se contraen con rictus de animadversión, que expresa la acusación de monstruo, degenerado, antinatural. La vejez nos convierte en un ser humano acorralado y perseguido, sólo nos cabe esperar el desprecio, el maltrato, la burla; saber esperar es la regla de oro, fingir una complicidad que nos permita pasar como desapercibida la verdadera intención, una actitud de sapiensa,  hasta el momento que se pueda saltar como lo hace un tigre macho sobre la hembra, hacernos cómplice de las hordas que nos hostigan e ignoran que, quizás, pasaran por similares experiencias, seguir la corriente, actuar y masacrar
La realidad de la vida es que el ser humano ha parcelado su cerebro en cuatro partes: infancia, adolescencia, madurez y vejez; la verdad es que nuestro cerebro se va transformando y en cada momento de esa transformación cumple con un papel. Un cerebro de un anciano, posiblemente, tiene menos sinapsis (contactos entre las neuronas) de las que tenía cuando era joven, pero sin embargo tiene a esa edad, el depósito de las memorias que ha ido acumulando, memorias que no existían cuando era joven, y de cierta manera ellas suplen con creces el desgaste.

Existe una inquebrantable ansiedad en la vejez de repetir a semejanza esos deseos experimentados en el pasado, y en acometer los que fueron reprimidos. En los sueños se hacen visibles, son fortines carcelarios imposibles de escapes con una fuerza erótica, lujuriosa, y una intensidad superior a la realidad siguiendo una vía libre que confunde, mostrándose bajo una luz que no es la verdadera. En la vejez se asoma con toda su crudeza la esclavitud a la cual es sometido el ser humano durante su toda su vida, en las otras etapas se le toma a la ligera, hay maneras insidiosas de transgresión, o por lo menos no hay consciencia ni tiempo para pensar en esas bagatelas. Transgredir las aprisionantes normas morales, impuestas autoritariamente, sin posibilidades de contorsión, de moverse: lo aceptas o te eliminamos; pero, a estas alturas, se dice el viejo, da igual, decidido a embarcase en su último desastre, es lo que da valor a la vida, se dice, y esa verdad alcanza toda su dimensión haciéndola diferente y vivible, y esa ansiedad torturante adquiere su máximo grado por la eminente muerte. Ahora bien, el fruto prohibido es deseado por la vista, el tacto, el gusto, el olfato, a cualquier edad, las normas morales autonómicas, es decir las aceptadas por nuestro propio convencimiento, la crianza, la verdaderas creencias religiosas, la educación, algunas veces, sirven como frenos para los excesos o se convierten en opio.

 La piedad no es el amor y la pasión nada tiene que ver con la violencia del placer y el deseo. La irracionalidad de haber acometido lo prohibido pierde todo su atractivo una vez consumido, o nos esclaviza hasta la muerte; en ciertos momentos, luego de haberlos saciados, tenemos la seguridad de poder desecharlos para siempre, no lo hare más, nos decimos, pero esa seguridad, ese deseo transitorio, esa postura, solo dura hasta el momento que se siente nuevamente la necesidad del deseo alimentado por cualquier estimulante; objetivamente o subjetivamente, nos damos cuenta que han sido meras satisfacciones de los sentidos, o se nos convierten en obsesiones imposibles de deshacer, en cualquiera de las dos situaciones se nos hizo tarde, hemos pecado y solo queda seguir engañando y engañándonos. Es tan difícil ser sincero, no solo con los demás, sino con uno mismo.


Un día viajaba- se levantó de su butaca amuellada por el tiempo y el uso, de ella se despeño un breve lamento de dolor, como si se liberase de una carga indeseada, insoportable; se dirigió a un estante donde estaban, ordenadamente, diría que con esmero y dedicación, una amplia colección de discos, extrajo uno, sin ningún tipo de duda, lo inserto al tocadiscos con expresiones de amor; la música surgió como si fuese un lamento ancestral, de dolor, desesperación, acumulada por siglos, era una música sin fin ni comienzo, acordes que por si misma se desahogaba sin ningún tipo de armonía racional, un caos viajando con su orden cósmico fuera de toda humanidad, una música que, a cada momento amenazaba con irse, desaparecer, dejándonos en un limbo sideral, y que su continuidad, esa tristeza reprimida, latente, continua sonando en el alma, ir, venir, como la vida sin concluir subrepticiamente me acerque y vi el estuche, pertenecía a Deveis Miller; en ese momento guiado por un presagio, miré al firmamento; arropaba la luz del día una insistente plomosidad de las nubes, se tornaban amenazantes, giraban desafiantes, preñadas de una necesidad esencial, con deseos de descargar su penuria apremiante, mire el baño, en él vi la esencia de mí mismo, desahogarme, de la cantidad de porquería que contenía sobre mi existencia, con sobrada impertinencia, trataba de excrementarme, de salirme del circulo de la necesidad, de tener fuerzas para sopórtalo, para seguir mirándolo como algo, como la bestia que somos. Las nubes acrecentaban su poder magnético, su impredecible conducta, yo las observaba, ellas viajaban, se detenían con sus abrumadores ofensas, coacciones, sin consentir presagios, dueñas de su hacer.

 Continuo: Todo lo que te cuento lo he vivido y de acuerdo a mi entender y razonar, son los hechos, quizás he podido engañarme, pero no esta dentro de mí el propósito de engañarte al contártelos. Nunca he ignorado cuan infame son mis pasiones y crímenes. Perdemos la vida, sin darnos cuenta, vivimos en una burbuja fuera del tiempo, no nos asiste tan repugnante desconocido, y solo cuando llegamos a la vejez nos entra un enloquecimiento por vivir, ansiamos el amanecer para ahuyentar la oscuridad con sus putrefactas sombras.

No recuerdo si era en la realidad o ensueños –  -sus palabras aumentaban mi asombro, siempre había pensado en la pulcritud de su vida, lo había admirado  ¿cuánto deseaba poder ser igual a él? es como un Sócrates, me decía, un indivisible Platón, un intachable Aristóteles, un Nietzsche……. Iconos de una civilización, genios que sembraron las bases de nuestra civilización Occidental, con su poder absoluto para formar las nuevas generaciones; con ese amor a la juventud, a la adolescencia, dominada, subyugada a sus haceres, a ese nacimiento lleno de confianza, por supuestos, no había leído en ese tiempo, que escondidos bajo ese manto de sabiduría, se escondían agazapados los deseos carnales más criticables, tan igual al universo de héroes que nos han alimentado aportándonos y originan lo que somos;  lo importante es que esos acontecimientos los viví en ese mundo tan parecido al andar de los millones de millones de cuerpos celestes que vagan sin mediciones del tiempo, sin impórtales que son acompañantes ignorantes de sus destinos silenciosos, tan igual a esta vida donde ignoramos realmente nuestro andar tan azaroso, sometidos, dando tiempo al tiempo, a la muerte. J.A, continuo-  -Caía en un abismo bajo la guía de la claridad de la locura, luminosidad que se tiene ni se rehúye. Las Maldiciones, las tristes hijas de la noche, conducían mi vehículo por unas carreteras arteras, sentía que merodeaban a mi alrededor acompañadas de espectros, sombras impalpables; componían bellas elegías donde elogiaban la vida sin control y la tiranía de las pasiones fantásticas; mis observaciones eran abstractas y generalizadas, de pronto comencé a observar los detalles y me detuve con minucioso interés en las diferentes variantes de las figuras, sus apariencias al moverse en la oscuridad, sus saltos y andar presuroso como las nubes queriendo robarle los cielos al sol, la intensidad de sus pensamientos no expresados, su manera de actuar, todas ellas, sin lugar a dudas, eran un signo de su Voluntad, de su amplio poder mental, de manipulación, de precaución, de penuria, de avaricia, de frialdad, de deseos lascivos, de desesperación ante el inminente final; dos sicofantes se agregaron al grupo y anunciaron que su obligación como delatores era denunciarme, de esto se te acusa  -la Esfinge con sutiles  canciones ha desviado tu mente y la razón; todo se te hace justificable, aun donde no hay posibilidad alguna de alegato, me dijeron y continuaron ¡Ay, ay, que terrible es el deseo cuando no te reporta el provecho anhelado; mi único motivo de sufrimiento, le contesté al grupo, soy yo mismo al negarme a revelarme y aceptar lo que en realidad soy, y represento, y me devora, y lo hago sobornándome a mí mismo; tu lengua no es oportuna, me dijeron al unísono los figurines, solo insensateces prodigas, guarda tus males, no lo reveles, ya tendrán tiempo de desvelarse ellos mismos, aunque los encubras con el silencio y tu conducta hipócrita. En ese camino se distinguían encubiertas entre las brumas unas moles sombrías de una montaña, sus cúpulas y sus gigantescas agujas de piedra horadaban los cielos perforando las negras nubes que se empeñaban en envolverlas con estampas tétricas, apocalípticas, cada una de esas cosas espectrales le hablaban a mis sentidos con voz sustantiva y suave, una luz calidad, penetrante, voluptuosa, inundaba la escena; la luna negra apenas podía distinguirse, cuando los nubarrones se separaban por breves momentos, quizás para ponerse de acuerdo, para borrar por completo a las moles y sus desafiantes agujas; aprovechaba el descuido la desdichada y eterna encadenada, en asomar su ennegrecido rostro, como para expresar su angustia en busca de su malquerido pero querido Astro; en el pie de estas fornidas montanas desnudas se veían circular con violencia irracional, formando encrespados remolinos, las aguas frías de un rio que navegaba con prisa avasallante, llevándose consigo en su perene andanza, piedras que chocándose entre ellas producían un sordo eco y espumas, que se deshacían para volverse a formar con más insistencia, como si con esa travesura pudieran evitar su ineludible faena. En medio de esas escenas, agitadas y mágicas, atine  a ver por entre niebla, la nieve que se adhería a la negritud de las escarpadas y solitarias rocas, se deslizaban en caída libre y su andar era enardecido como si hubiese hallado lo buscado y desenrollándose acudían a la cita esperada; vi torrentes de olas blancas y grises oscuros, escarchas que aullaban es su desprendimientos, caminaban con el aire silbando con algarabía salvaje “los sueños son cadáveres que insistentemente se empeñan en hacerse vida” luego se hacían aves aun no nacidas, monstruos indiferentes, se iban al cielo para luego descender haciéndose  nuevamente sueños ensimismados; buscaban la soledad y a su acompañante, y ahí estaba; había dejado de ser invisible; ya no era necesario buscar la sombra ¡Era ella! con sus largos filamentos de la estrella viajante, apenas naciendo en el inacabable Universo, comenzaban a hacerse de policromaticos ropajes que comenzaban a exhalar sus encantos, adornadas con moños de colores aun por definirse lo cual hacia resaltar su presencia ebria, oía sus tenues susurros entrecortados por el silbo de los vientos y los cantos misteriosos de las aguas del rio; sentía la fuerza de un nuevo cuerpo, y daba oídos a una cántico que vibraba dentro de mi cuerpo, que se alzaba en mi ser, que me hacia ascender al infinito Cosmos, era una música de mágicos sonidos, no sometida al tormentoso dirigir humano, venían de las enigmáticas negruras y soledad de lo nunca descubierto ni andado, surgían del correr desbocado del rio, del vuelo de las grandes aves solo vistas por los demonios de la amarga noche, me hablaron y con la sabiduría acumulada me develo el secreto de la vejez, pero me negué a escucharlo; luego se hicieron membranas de infinidades de colores que buscaban definirse; surgió un murmullo hasta hacerse un sonido profundo penetrando en el alma hasta posarse definitivamente en ella; sentía un feliz placer y un terror, que se traducían en una sensación de absoluta paz, juzgaba que todo lo que me rodeaba se había paralizado, cabrioleaban enigmas que venían en fugaces hados e invitaba a la concluyente quietud; librar, me dijeron, tenderse entre el enfurecido rio y las negras y estériles rocas; me invitaban, ofreciéndome el bálsamo del olvido. La vida, me explicaron, no vale nada, no merece vivirse, si no es agradable, y para ti que rehúyes el amor, por tu incapacidad física, se te ha convertido en una carga. Semejantes palabras incriminatorias del delito de vejez, expresado de alguna manera por la humanidad y aceptada con toda modestia y miedo, por los usufructuarios de esa edad, se posesionaron en mí, como si hubiese sido sentenciado a convivir, nuevamente, en el nido de serpientes que es la humanidad; primeramente me enfurecí, y pensé en destriparla, con una de las negras piedras. Maldije al mundo, a éste mundo que la imbecilidad de los humanos ha convertido en un infierno. Maldije las estrecheces de las ideas, de las utopías con su caminar interminable, donde solo se pasean como virtuosos y prosperan los fingidores, los rufianes, políticos, los hacederos de engaños. Maldije a todas las religiones tan limitadas como corrompidas, llenas de estúpidos vetos sobre cada uno de los sentidos. Sentí entonces una especie de alunamiento, donde las fuerzas físicas y mentales escapaban, un choque nervioso me atravesó de la cabeza a los pies, la sangre fluía dispuesta a escapárseme. Decidido estaba a burlarme de la humanidad. A ser lo que somos: el más oscuro misterio
Seguía conduciendo mi vehículo, a sabiendas que estaba dormido, trataba de abrir mis ojos y todos los esfuerzos aumentaban el rigor de ellos, llegué a un bar, te intuí, los malditos ojos se negaban abrirse, te dije: Cuando va arder nuestro amor secreto; mis días están contados; sólo me espera el imperio de la noche, el sueño eterno, la oscuridad serena, y en ella el disfrute de la verdadera libertad de mi sombra. ¿Por qué huyes del amor? Por mi edad, ¿acaso hay algo más viejo que el viento? y siempre sopla con toda fuerza para expresar su juventud; ¿Hay algo más maravilloso que entregarse a los goces del amor despojado de las máscaras, de los fingimientos y vivir su omnipresencia; presiento tu rostro grave, asustado, exhalan los poros de tu piel el perfume del deseo reprimido, atemorizado, acorralado, para ser pasto del deseo antinatural del criminal. Bruscamente me envolvió un manto milagroso de oscuridad hundiéndome en un abismo de irracionalidad ¡Despierta, tienes amada! Devora tus deseos, gritaba la oscuridad, termina de destruir tu cuerpo; tus días están contados, pero fuera del tiempo queda tu sombra.

 Luego regresé y de nuevo estabas tú, comiéndome con la vista, consumiéndome con tus negros ojos, expulsando de ellos gases en forma de manantiales semejante al vapor de agua sublimadas a hielos para luego escaldarlo con tus dos soles. Tuve la seguridad de saber dónde estabas, y a donde quería ir. Me enseñaste dos hermosas rosas de tu pudor anidado y naciente con la brusquedad del deseo en tu pecho donde comenzaban a manar sus jugos de ambrosia; dos purpurantes labios húmedos, abiertos voluptuosamente donde se te escapa la saliva lubricante.  Esa noche la angustia se hospedo en mí y me sentí enfermo. ¿Quién es el sano de espíritu? me dije ¿quién aquel que no infunde hipocresía en su hacer? La sangre circulaba en las venas deseosa de romper sus murallas, con una violencia abismal, sobresaturadas por el deseo, la erección se negaba  a ser abortada.

Te vi tal como eras, esbelta, tus cabellos negros lustrosos, sin sequedad, abrillantados por los flamantes amarillos del sol naciente, ondulantes  por los hados que viajan con los vientos céfiros lanzando sus pringamozas de vidas; tu encarnadura de jazmín muy fresca y deliciosamente perfumada con sus propios humos, y los olores de tus carnes fermentadas por el fuego del dorado sol del trópico, tu piel sonrosada y erizada al solo contacto con los aires peregrinos que salen del alma deseada; miré, vi tus ojos negros, serenamente oblicuos, estáticos en su apariencia, pero de los cuales se desprendían tus ansias de deseos eróticos, de pasión contenida, llorante. Todo en mi era un amor sin consciencia, humo se hacía para conseguir escapar de su ergástula. Sentía mis sentidos que se estragaban por la felicidad, por el exceso, evocaba mis sueños para tórnalos a la realidad, en vivencia autentica, con más fuerza, con más intensidad; me sentía como un mozuelo, y tan dispuesto como las alondras, insaciables para el amor. Estaba muy lejos de poder dominar mis pensamiento, era absorbido por los estímulos que tanto había tratado de ahuyentar, y mis deseos conscientes de deplorar mis actuaciones hacia ella; estuve definitivamente convencido de que era inútil seguir rehuyéndome a mí mismo y a las ensordecedoras pasiones, la amaba más que nunca, sentía en ese momento como quien encuentra su alma nuevamente, esa alma sin el peso de la contradicción, de la duda, estaba decidido a terminar esa lucha titánica que tanto me había atormentado, entre el alma y la mente, entre el corazón y el cerebro, entre la razón y los instintos ¿Acaso no cedemos siempre a los impulsos de los instintos? ¿Acaso el amor no nos ciega por completo? ¿No, nos vemos a menudo guiados por otras fuerzas interiores que nos son desconocidas e incontrolables, por un cerebro que se adueña totalmente, misteriosamente, de nuestra voluntad, imbuyéndonos en el desconcierto? Para conocer y vivir la vida, es menester vivirla en todas sus facetas, rehuirse a mezclarla seria como no condimentar las comidas, vivir por obligación, comer por comer. Los pensamientos como los instintos son cosas hermosas, detrás de ambos se esconde nuestra esencia, la esencia del ser, se deben escuchar a las dos, oír sus voces misteriosas. La verdadera vida es la que se vive, no a través de doctrinas o estudios, en ellos se refleja, unas veces, la mas, los deseos reprimidos del escritor, o la terquedad de imponer sus creencias de manera dogmática; la vida es lo inarrable, nadie ha  podido atrapar su yo, ni determinarlo, sabemos que no es el cuerpo, ni el pensar, ni la inteligencia o la sabiduría aprehendida, ni la enseñanza en el arte de sacar conclusiones y de construir o asimilar nuevos pensamientos, el Yo, es la esencia de lo impredecible, la imposibilidad de comprender nuestras contradicciones. Ese yo que nunca podremos atrapar con las redes del pensamiento.

Tomaste mis manos y entrecruzaste mis dedos en los tuyos y quedamos mirándonos; sentía un dolor agudo en mi órgano viril, un dolor que extasiaba y lo deseaba, conduciéndome al paroxismo demencial; y sin embargo a pesar del dolor y abatimiento, experimentaba que la avidez sexual se acrecentaba por momentos en su expresividad, en un estado de delirio extremo que secaba toda racionalidad. Te tendiste en el tálamo, vi tu carne hecha de nata y flores, oliendo a jazmines, con la porosidad donde resaltaban las rosas rojas respirando, esperando a sus eternos profanadores para que le extraigan su dulces polen; bañaste la mente de concupiscencia; mis ojos ávidos recorrían con lujuria tus rígidas caderas que semejaban dos estáticas dunas acariciadas por los vientos soñadores y los sueños de los desiertos; me acosté a tu lado, deslice mis piernas entre las tuyas, el corazón latía queriéndome abandonar, en la cabeza sentía el latir ofuscanté como si fuese un condenado a muerte, que inicia su último viaje, del cual no se regresa, ignorante de que hacía tiempo había muerto a manos de la sociedad, del desprecio que los seres humanos sienten por la vejez; su eco se guarnecía en mis sienes, aumentaba su intensidad, quería escapárseme la razón.

Contemplaba su cuerpo que se me hacía sólo pasión, temblaba, hundí mi boca entre sus piernas, sentía que la quemaba, ella me incendiaba, la lengua se desplazaba demente, como un tizón ardiente buscando encender el infierno; su tenue resistencia aumentaba aún más el delirio; el lumber encendido se escapó, su furia era la de Susanoo, Tifón el dios destructor de la mitología japonesa, embravecido e indetenible por el amor a la diosa Amaterasu, y voraz como el fuego; era nuevamente un deidad, la juventud florecía, los miedos habían huido, había de dejado de ser mortal, mi pasión llegaba al máximo grado de intensidad, ya nada ni nadie podía detenerme.

¡OH, DIOS, mi Dios! Aquella flor brindándome su miel. Aquellos insondables ojos con sus pupilas dilatadas por la pasión, como una estrella en formación atrayendo con su magnetismo a todos los cuerpos que se dejan vencer por su atracción. Jamás volveré a tener ante mis ojos tanta belleza naciente, tanto agotamiento por el amor ardiente, lujurioso, ignoraba la fugacidad de ese destino, de ese cometa. Fue un momento supremo de felicidad, los sentidos estaban estragados por el exceso, los recuerdos se convertían en vivencia viva, en una permanente obsesión autentica donde las imágenes las evocaba con más fuerza, con más intensidad, la mente las concatenaba en el orden y serenidad, veía detalles que en ese momento pasan desapercibidas y que están rebosadas de delicias, se nos presentan con una nitidez deslumbrante, analizadas con todo lujo de detalles, la fría sensualidad de la fantasía hecha realidad, capturada para siempre, la pasión ciega carnal que hace fuego incontrolable haciéndonos semejantes a bestias, es embriagante, alucinante como el aguardiente y las droga que conducen al delirio.

A partir de ese momento, ejerció sobre mí un poder de embrujamiento, de esclavitud total e incondicional; un deleite que se combinaba con el dolor agudo que, igualmente produce la máxima felicidad o la desgracia, no existe diferencia ante estas sensaciones extremas; era una alegría extática que contraía los nervios; mientras ella excedida por el goce del amor primero se perturbaba, como una serpiente ya cazada, pero con su veneno para emponzoñar; en la cama, de su boca, se desbocaban pequeños gemidos fingidos, que eran un eco viajando desde lo más superficial de su alma. Un calor abrasivo me abrazaba como el oro derretido en su crisol soltando con la furia de su combustión los miles colores de su misma codicia.  Desenfrenado, sin control alguno, me hallaba como la frágil mariposa que al brillar el sol suelta sus alas desenfrenadamente para vivir haciendo cientos de piruetas en los campos enverdecidos, llenos de vida, y los inconsistentes pajarillos las embocan en un santiamén sin darse cuenta. Trataba por todos los medios de avivar esa primera vez, esa única vez donde la inconsciencia de su primera vez, descubría la esencia de la vida, todo era en vano, ella había huido, había escapado, la flor había descubierto el mundo maravilloso del arte de amar; aquella, su respiración jadeante y convulsiva estaba aureolada por el fingimiento, porque la debilidad, la inconsistencia, la brevedad de mi fuerza la dejaba en el limbo; mi mente alucinada, engañada por ella misma no era capaz de someter, de fustigar al órgano para que se mantuviese embanderado.

Aún oigo en mis oídos aquellos gemidos entrecortados de la primera vez, aullidos implorantes, desbastadores y acusantes, que se hace sueño eterno, interminable; esas palabras sin pronunciamiento ni escritura, que se hacen ángeles en esa muerte de la inocencia, de esa inocencia entregada únicamente por la inconsciencia, la brutalidad del deseo indomable conducido por la experiencia del viejo a su máxima expresión malévola. Fue un amor devorador que, violentamente encendió mi mente y el cuerpo para luego darme a comprender la absurdidad; comenzaba a sentir las mordeduras de un amor indomable y criminal. Ella poseía el ardor de la juventud, ese deseo sin reglas, inconsciente, tenía la sed del amor como el caminante del desierto del agua; la sangre me fluía del corazón a la cabeza, buscando saciar su veneno como las tenazas del escorpión, como la colada de oro al vaciarse en el molde de arena negra para hacerse joya deseada. Musitaba sonidos sin palabras, sin decirlas, sin pensarlas, quizás eran resonancias ancestrales; solo susurrándolas en mis oídos donde se hacían ruidos atronadores como las cascadas jugueteando a embocarse en sus mismas aguas.

Su belleza estaba en su adolescencia, en sus carnes que apenas han sido mancilladas por el agua; rígidas, brotando la savia de la vida, esos muslos que nos hace retrotraer a nuestro cuerpo de la adolescencia, a ese cuerpo objeto de admirada belleza que nos hacía enamorarnos de él, de desearnos a nosotros mismos, y que hoy languidece con su espantosa pastosidad, sus estrías, su flacidez; en esa mirada joven, llena de inocencia que inspira el amor violento, que ilumina los pensamientos más lascivos y lujurioso, mirada que aspira y expiraba voluptuosidad virgen, idealista, angelical y que aumenta el deseo, la maldad. Ignorante de que fraguaba mi última destrucción.

Estaba seguro que aun mi deseo ascendía con la ímpetu de un joven, y la necesidad de satisfacerlo se convirtió en fuego volcánico. Obsesionantes se hacían las vivencias que se negaban a dejar de serlas; deliraba recordando los abrazos, los momentos cuando deslizaba mi mano a su fuente, jugando como un niño con su primer juguete; una vorágine de alucinaciones se posesionaba y extraviaba en selvas vírgenes; su mirada de ternura desafiante, implorante; sintiéndome transportado, flotando entre las nubes, encima de una inmensa montaña, en las profundidades más remotas de los océanos, en las simas más desoladas y profundas de los páramos; había vencido, era únicamente para mí.

Está euforia delirante pronto huyo; se hicieron presentes los celos, las hipocresías, los pensamientos absurdos de que fuésemos parejas; se apacentó la cruel realidad, acogotada, huyente; pero la fantasía no cedía, la recreaba con más intensidad conduciéndome a una lujuria insaciable, a una mórbida avidez insaciable. ¿Qué misterios acompañan a las tupidas nieblas? Como Caín, tenía la impresión de llevar mi crimen marcado en mi frente; estaba seguro que cada ser humano que veía, aun sin recibir su mirada, sabia de mi crimen, de la deshonra a la cual había sometido a un ser humano que apenas estaba naciendo, cada acontecimiento, cada pensamiento, como por arte magia lo asociaba con mi crimen, la conciencia me castigaba sin piedad, era miedo a mí mismo, miedo porque no estaba dentro de mí la menor intención de abandonar el frenesí y el derroche de los deseos, por abyecto que se juzgara mi conducta.

 Turbios y borrascosas nubes anegaron los cielos de una oscuridad tétrica, donde flotaban las sombras ennegrecidas de los árboles del bosque, acompañadas de un viento helado que zumbaba dejando traslucir una tenebrosa melodía que penetraba hasta lo más profundo del alma presagiando un torbellino.  Flácidos dormían mis deseos como si fuese un niño ya amamantado, extenuado; sin embargo la ceguedad de las fantasías nos hace concebir realidades, y ahí estaba sembrándolas y regándolas con mi vida;  le di mis riquezas materiales; ese insaciabilidad del deseo pasional me condujo a esa acción de extorsión económica; su pobreza me brindaba suficientes elementos para mantenerla esclavizada, pero calcule mal, le brinde el camino para enterarse, para afirmase en un conocimiento que, al ser administrado con arte hace fluir las armas con las cuales Dios doto a las mujeres para dominar a cualquier hombre; se había agotado mi poder, quede hundido, humillado, coloquiaba con los amigos idos buscando orientación, unos se reían en mi propia sombra, otros permanecían inmutablemente enterrados, sin deseos de hablar, solo me miraban con la tristeza de los difuntos,  los menos, me señalaban caminos que, luego de recórrelos se convertían en la más horrible tragedia que pude concebírsele a un ser humano en esa edad, era conducido sin obstáculos a la demencia y el crimen. La mente envilecida por los delirios, por los fármacos, por el licor, me condujeron a concebir sueños; así me veía con ella, recorriendo caminos con tinglados de pobreza pero con mi amor; ya no con nuestro amor; luego nos distinguíamos apartados de toda civilización, conjurados en un romance sembrado en un instante eterno, único, una profunda melancolía ensombrecían las escenas.

Hasta que un día: Fijamente nuestros ojos se fijaron y firmemente en mi mente tenía la sensación de que no nos veíamos, el magnetismo se había desactivado, la insondable energía yacía muerta, y se encogía abruptamente en un distancia sin fin, sin longitudes, sin figuras que pudieran entorpecerla; deslizo su mano a mi órgano varonil, luego besó el glande desaforándolo por completo, nada había en su mente, y en su boca la sabiduría de la meretriz; me retorcía oscilando lentamente las caderas con pasmos intermitentes, el fuego ya no existía en ella, los instintos huían. La mente quedo suspendida, mi existencia vagaba por esa nada que conforman esos segundos inexplicables, sin ser ultrajados, heridos, puros, como el amor de Dios, como el nacimiento del ser humano que desgarra con dolor el seno materno para iniciar la vida, el dolor, amor, felicidad, sufrimiento. Mantenía aturdido cualquier emoción que develara mis ansias, esas angustias que asistimos acompañándolos con los recuerdos para que perduren por el mayor tiempo posible para evitarnos volver a la mísera realidad, al enfrentamiento con el objeto del desamor; así continuó besándome y acariciándome por el vientre, pecho, cuello; volviese abajo; la desesperación de los instintos aumentaba su severidad, tome con delicadeza su cabeza y la levante para acostarla en el lecho; se posesiono por ultima vez mi órgano en la entrada de su Flor Cósmica, una tenue resistencia lubricó su mente; continúe el viaje al igual que las abejas que se hacen desoídas a los silentes lamentos de las flores al tener la seguridad de su fingimiento, luego se apodero de ella un estremecimiento de falso amor y lujuria, el deseo insaciable e irracional se había marchado. Del cerebro o de la medula se desprendieron estrellas, viajaron hasta el dios Príapo y de él, se precipito abruptamente, violentamente, como un tigre hambriento de hembra, un néctar espesoso,  como la savia del Cardón, pero sin fuerza alguna, comprendí que había encontrado nuevamente la muerte, esa muerte que nos sigue y se nos insinúa a cada momento, se nos muestra con su suma paz, donde ya los problemas cotidianos, la soledad, la angustia, la doblez, el engaño, dejan de serlo, donde únicamente, absolutamente, se existe para ese placer supremo de muerte, sin lugar a dudas era mi última muerte. Luego un sopor se posesiono de nosotros, nos hicimos a un lado del lecho, comenzaba la eterna peregrinación a la sublime oscuridad, nos quedamos extasiados por minutos. Luego se hizo en sus labios una risita seca, engañosa, poderosa. Descubrí detrás de esa risita irónica, repugnante, el sentimiento de una desolación atroz que me abrumaba con la desesperación e impotencia del moribundo, con la angustia de encontrar a los seres queridos difuntos para que nos guíen en ese viaje: es la vida que opera dentro de su propia oquedad. Comencé a acariciarle el cuello, aquel escote de una blanquidez y suavidad que me hacían retroceder mi mente a los sueños donde fluye el erotismo con una pureza límpida, extansiante; comencé a sentir un placer jamás concebido, ignorado, más profundo que la misma muerte; poco a poco su vida se iba marchitando y a medida que su sangre fluía desbocadamente a su rostro ya amoratado, sus ojos horrorizados deseosos de escapar de sus orbitas la presentía, la veía implorándome perdón.

Proporcionar con nuestras propias manos la muerte a un ser humano deseado, amado, es sin lugar a dudas una experiencia irrepetible para la víctima, y es la pasión absoluta para el victimario. Es, en una sola palabra, un momento Sublime. Todo lo bello y deseado persigue incansablemente a una víctima, ella me ha perseguido sin tregua.
He sido supersticioso y la superstición es una forma desnaturalizada de las religiones. He sido el pecador y no un santo, por eso tengo necesidad de salvadores. Si nada tendría que expiar ¿para qué servirían? La religión en modo alguno es un freno para las pasiones, al contrario las estimula con las prohibiciones. Todo está arraigado en la mente, y la razón de nada sirve para extirparlas, aunque nos empeñemos en enmascararlas. Sé que para ella fue una pasión carnal, quizás con algo de amor, necesidad orgánica y económica. Pero, que al iniciarse y mientras se recorre ese viaje sin tiempo ni espacio dentro de la pureza de la Oscuridad, prevalecieron los sentidos y los instintos primarios, semejante a la de los animales, sin tener que enmendarlos porque se ignoran su existencia.

El error de una viejo está en creerse que puede alardease de un amor gerofilo, y apuntarse en un amor de sensualidad, de fantasía, de ese amor que inflama la sangre más pura; en tratar de alcanzar la incontinencia de la juventud, la embriagues con el vino seleccionado por los dioses, ese amor que resulta natural a la carne y debe satisfacer tan pronto se recibe su porción de los diosa, y los receptáculos cargados de mieles  se sueltan; luego se aviene esa languidez deliciosa que sigue a la satisfacción del deseo. Olvidándose que el nuestro prende en la cabeza como efecto de la imaginación, es la lujuria insaciable, la mórbida avidez de un hambre jamás saciada y que sólo será colmada con la muerte.

Los sentidos buscan sin dar reposo a la pasión a través de las imágenes chuscadas, irracionales por más inverosímiles que parezcan, es la brusquedad precipitada por lo absurdo y la prontitud de la muerte. Imaginamos, creamos o tenemos, cautivos objetos sexuales para aplacar esa sed, esas últimas ansias que se han convertido en el fin postrero de la vida; acudimos a las masturbaciones con objetos sexuales reales o subjetivos, en algunos momentos se alcanzan las eyaculaciones espermáticas sin la fuerza, vigor, espesor esperado, se convierte ese instante en un sumatorio para la angustia psicótica, y lejos de aplacar esa sed devoradora lujuriosa, morbosa y hasta sádica, de una imaginación lubrica persistente, se buscan nuevos caminos sin importar ya los riesgos y consecuencias.

Las ilusiones del cerebro sobreexcitado, siempre tienen funestas consecuencias, tanto como si se obtiene resultado o como si no, en ambos casos se termina de romper las mallas de las prohibiciones sean de cualquier tipo.

Ved como el pica flor extrae el jugo de la rosa y ésta luego se cierra sin quedar deformada, sin que nadie puede determinar que ha sido expoliada por él. Siempre hay que calcular las cosas por la relación que guarde con nuestros intereses y sentimientos. La pérdida de la inocencia de cada uno de las víctimas, debe tener una relación nula contigo. Poco importa si quedaron afectados, sin ningún remordimiento debes juzgar a tu favor, hacerlo un acto completamente indiferente, sin que nadie, absolutamente nadie interfiera en tus deseos.

Seguí conociendo la delicadeza y el máximo placer, solo reservado a los dioses. Continúe  buscando mi esencia ya sin gastos, ni enamoramientos, las estudiaba con minuciosidad, determinaba sus debilidades y procedía a la captura, la mas de las veces empleaba la violencia, lo cual me conducía a un estado paranoico, de máximo disfrute. ¿Por qué se ha de agotar tan rápido la complacencia del deseo, dejándonos sedientos? ¿Cuántas muertes pertenecen a mi jardín? Ya he perdido la cuenta, pero en mi mente merodean algunos recuerdos que pretenden alejarme de los placeres, los aparto fingiéndome amor y misericordia.

EPILOGO.

Estimado amigo, como ha de ser de su conocimiento me encuentro sentenciado por criminal, pero paradójicamente por un crimen que no se puede cargar en mi haber; no le niego, tal como es de su saber, por habérselo confidenciado, son muchos los que acometí sin el más mínimo sentido de culpa, muchos con la más despiadada brutalidad, arrogancia y goce, en una palabra los disfrutaba y me extremaban al mayor goce sexual en el cual puede sumergice un ser humano. Siento que al leer esta carta le producirá nauseas, y no se explicara, ni concebirá, mi conducta antinatural, según el punto de vista de la mayoría de los seres humanos; esos mismos seres que festejan, según sea su ideología o religión, los crímenes, violaciones, torturas, genocidios, cometidos por los pertenecientes a su “organización” pareciéndoles muy loables, meritorio, y saludable para la continuidad de una sociedad depurada de los poseídos por el demonio; pero dejando aparte las consideraciones de tipo moral, ético, filosófico y religioso, el objetivo de ésta carta, es darle a su conocimiento la realidad de los hechos en toda su dimensión; nada gano ni pierdo, mi vida camina con toda premura a su final, y pienso que de cierta manera es ganancia para mí, en el sentido, que en estos últimos momentos cronometrados por el tiempo, puedo dedicarme a escuchar música, leer nuevamente a mis ilustres maestros, y meditar sobre la transcendencia de mi vida; porque sin dudas algunas he alcanzado los logros únicamente reservados a los elegidos, a los que hemos logrado vencer y superado el poder de la voluntad, a los que hemos brillado como el mismo Sol, sobre la vulgaridad, analfabetismo intelectual, los escrúpulos hipócritas de los rebaños aglomerados buscando quien los apalee.
La causa de habérseme inculpado de un crimen no cometido, no me son desconocidas; nunca he sido modesto, siempre he considerado la modestia una “virtud” donde se acobija las peores maldades de un ser humana y fuente eterna de encubrimiento. Como psiquiatra que soy, lo he podido comprobar, en mis pacientes, que los he tenido de las más diversas fuentes, desde presidentes, magnates, empresarios, ejecutivos, de la alta sociedad, y últimamente cuando descubrí las fallas que se operaban en mi personal comportamiento sexual, de las minas que albergan las riquezas más preciadas, desde todo punto de vista, las universidades, liceos, centros comerciales, recintos donde la Adolescencia brilla como el oro, donde esa etapa, la más bella de la vida, comienza a fundir esperanzas, ilusiones, fantasías, vicios, ansiedades, necesidades de conocer y experimental los deseos sexuales, donde las penurias económicas hacen estragos en ellos y los desvían para caer en las garras de los zopilotes, templos donde la inocencia es un atractivo más para los depredadores.

Fueron muchos mis amores, algunos, al comienzo, satisfacían mis deseos; luego,  sin sentir la intensidad del sexo a la cual estaba acostumbrado, es decir lo hacía por hacerlo, requería de algo que me estimulara; opte por fotografiar desnudos a los pacientes, sin diferenciar sexo; luego que los sometía a estados de soñolencia, sentía una gran estimulación en éste estado de voyerismo, pero a medida que transcurría el tiempo necesitaba de otros inspiradores, por lo que comencé a manosear sus órganos sexuales y otros puntos de excitación en sus cuerpos, y en ocasiones a penétralos, diversificando y ampliando las dimensiones infinitas que nos proporciona sexo mutilado por las convenciones sociales y las religiones; ya a esta altura de mi vida era algo que no me producía, moralmente, ningún trauma, por el contrario, el hecho de dominar a un joven, esclavizarlo, con engaños, sedantes, hipnotismo, despertándole ese mundo que tenemos agazapado en lo más profundo del Ser, a un joven que nunca había tenido relaciones homosexuales y constatar el grado de excitación en él, y su angustia por seguir teniéndoles, es sin lugar a dudas, un elemento invalorable para atraer la pasión y el ardor sexual en uno, por supuesto, fui uno de los primeros médicos en el mundo que se atrevió a desflorar el Tabú Anal mantenido a través de la historia de la humanidad, muchos esquivos se han ensayados para conservar su hermetismo, empleándose a fondo los filósofos, eclesiásticos, y algunos escritores, lo menos, para seguir negando que es un estado que produce una súper excitación, una complacencia sexual extrema, y que de hecho corresponde a cada ser humano determinar penetrar a ese túnel donde no hay marcha atrás; muy conocido es el refrán: He conocido muchos hombres que se hacen homosexuales, pero nunca he conocido un homosexual que se haga heterosexual. Con seguridad, a esta altura, si es que aún estás leyendo mi carta, sientas una repulsa, sientas nauseas, hacia mi persona y todo lo que llegue a representar en la vida del país, pero dime ¿es menos criminal el político, el clero, las fuerzas militares, los medios comunicacionales? Yo traté de desórdenes emocionales severos a dos presidentes, a la casta política, a los dirigentes empresariales, turbas de mediocres, narcisistas, pedófilos, pederastas, asesinos, eso me hacía un elemento de máximo peligro. Una sola razón voy a exponer para demostrarle lo absurdo de la acusación en el homicidio de la joven: según las autoridades el crimen fue cometido en mi consultorio, comprobándose evidencias de su sangre en diferentes sitios; el cadáver apareció en un barranco  a bastante kilómetros de mi oficina; sólo dos refutaciones: mi contextura física, en ningún caso, me hubiese permitido cargar con el cadáver y depositarlo en el vehículo, a menos que hubiese tenido ayuda; las autoridades nada han referido sobre esa interrogante, el mismo misterio se debe aplicar a la descarga del cadáver; dos: siendo reconocido como un experto en criminalista, un conocedor de los procedimientos de investigación, de los equipos científicos aplicables en las escenas del crimen, seria asombrosa mi estupidez al dejar por todas partes rastros de sangre de la víctima. Una última consideración: la argumentaciones de los fiscales fue filtrada con diligencia, y porque no decirlo, intencionalidad y malevolencia a periodistas de reconocidas enemistades conmigo, creando una matriz de opinión de desprecio y anticipando una condena. Aun permanezco con vida, si es que se puede nombrar como tal. Éste gobierno, amparado en la ilustricidad de nuestro Libertador Simón Bolívar, desvariando con todo el propósito las ideas, sus hazañas; troquelando esa amalgama de insidiosas mentiras, difundidas con los últimos adelantos tecnológico para la manipulación de las mentes, se han permitido cometer los crímenes más despiadados, horrendos, ignomiosos, aun contra sus militantes; que he de esperar.

Gracias amigo, hasta nunca.

Nota: a los pocos días de haber escrito la carta, J.A, amaneció sin vida, su cadáver, inexplicablemente, fue incinerado inmediatamente.

Mérida, 27- Marzo de 2017