lunes, 6 de febrero de 2012

El Niño Torero y El Solitario

Todo comenzó por una baja nicotinal, estaba leyendo y en precipitación agonizante, me dirigí al cuarto de servicio. En él hay un pasillo protegido con rejas, abierto, que permite una panorámica de la parte sur de la ciudad; Con toda precisión se pueden apreciar tres cuadras, con sus casas vetustas, que en mejores tiempos debieron albergar a familias con recursos económicos, hoy en día han sido transformadas en mini centros comerciales, pero mantienen el statu de esa zona, en apariencia emboscada.

Detrás de ellas han proliferado grandes barrios, que más que viviendas, se asemejan a un panal de abejas, extendiéndose desde la parte posterior de los comercios, hasta una pequeña montaña horadada con riguroso desprecio. La avenida principal bautizada como Giovanni Papini, pasa por sus frentes, y es una de las variantes, que desahoga la exclusiva urbanización de la Virginia, asiento en la actualidad del más granado oropel de la sociedad. El edificio Poseidón es ubicado en la parte norte de la ciudad, fue construido en la primera calle, que por algún verraco atolondrado bautizaron como, Edgar Allan Poe, de la referida urbanización, por lo cual pertenece a ella. En los años cuarenta está zona albergaba varios prostíbulos, exclusivos para la gente del petróleo, siendo el más afamado La Virginia, propiedad de madame Virginia, una puta chilena, que hizo sus pasantías en las islas francesas del Caribe, tropezándose en Martinica con un abogado, originario de Venezuela nombrado como Legnar Vicentico, que entre las muchas costrosas escafandras que cubrían su emperrada vida, tenía el exclusividad de descender del enturbiado semen del déspota Juan Cristobal Legnar, quien tiranizo a Venezuela durante veintisiete años, y procreo como el más burdo semental una casta ofídica. Su historia realmente no es una novedad en estos predios, donde los acontecimientos más inverosímiles se asimilan como naturales, pero no deja de ser elocuente para darnos una idea de lo enculebrado de nuestra historia. Está crónica ya tendremos la oportunidad de desarrollarla, en uno de los capítulos, mientras tanto continuemos con el Niño Torero y el Solitario.

La avenida Giovanni Papini es muy transitada a partir de la seis de la mañana, ya a las siete de la noche una soledad sepulcral comienza a apoderarse de ella, con riguroso luto negro, transparentándose una tristeza que anonada todo entendimiento humano; los postes de alumbrado público, por más que con insistente voluntad, se esmeran los obreros en su arreglo, una vez adueñada la noche del transcurrir del tiempo, como si existiera un pacto tácito, dejan escapar a otras dimensiones la luz artificial. A esas primeras horas del día la alegría depositada en los cientos de adolescentes que laboran en los comercios, se transmutaba en un verdadero oasis, combinándose con miles de colores, que surgen de los vehículos modernos relucientes e imponentes, los colores llamativos de los vestidos de las jóvenes y jóvenes; todo ello se va haciendo una confusión.

En su parte más centralizada el apartamento es sitio perfecto para observar el barrio El Medrugo, el cual ya referimos, y los locales del centro comercial E l Torero, en él funcionan una ferretería, cerrajería, una charcutería, y un restaurant. La ferretería y la cerrajería están contiguas, separadas de la charcutería por un túnel que desemboca en un inmenso terreno, al lado de la charcutería se encuentra el restaurante, si uno se para en la acera y mira hacia el restaurante ve las mesas con sus sillas, y un pasadizo que en la jerarquización de la mente debe conducir hacia los baños.

Ese día donde comenzó mi obsesión, observé no sin atosígame con el humo cigarrillal, que el pasadizo no solo conducía a los baños, sino que era una de las entradas al barrio, más concretamente, a un parcelamiento con las características más desesperantes que pueda imaginar mente alguna por lo grotesco, colores desaliñado prohibiéndose toda alegría. El reducido barrio posee únicamente una angosta callejuela, sin asfaltar; alineándose en contubernio barroco, se aprecian seis casas a cada lado de la calleja, fabricadas con todo tipo de desechos, construidas en una perfecta desarmonía.

Al final se ramifica la callecita en centenares de causes cañerillos, utilizados algunos como caminos para ascender, descender, a la montaña cubierta en toda su superficie por desechos ferrosos, que se erguían monstruosamente, conformando un paisaje Hitleriano, con rasgos decadentes de las atrocidades urbanas de la Habana; otros causes han sido tomados arbitrariamente por los ríos de aguas fecales, que desganadamente, sin apresuramientos, se amartillan en los recodos, negándose con aplomo a continuar su fétida existencia, y deseosas de permanecer inmóviles para anidar las verdosas, negruzcas moscas, y disfrutar de las caricias de los bravosos picoteares de las aves rapaces, que con solazada ternura de terror ahincase en espermosa fermentación salivar, para soliviantar su necesidad de horror.

Mayor se torno el descubrimiento, cuando ante la escases de visión, hube de esmollejarme hasta mi habitación y en desenfrénate locura apodere de la cámara fotográfica, instale el Sun de larga distancia. ¡No, digo que no puede ser posible! Siempre he estado de acuerdo, las Brujas no existen, pero de que vuelan, vuelan, y no en palo de escoba. ¿Pero, Dios, Diosito, fantasmas de día, y con este desvergatario Sol? ¡No! ¡Mil veces No! No dejéis mi Señor, que las profecías que en un día no muy lejano, me hizo don Gramal ¡Sí! el brujo de la quebrada del Ahocado, se conjugue con la realidad. ¿O, acaso es la ruletera vejez, con sus engaños?

Sin lugar a dudas, por muy desenfrenado que les parezca ¡Son Sombras, con figura humana! Las que deambulan, únicamente de día, solo una excepción, a quién he bautizado como el Solitario, el lo hace de día y noche. El andar de las sombras las hace diferentes a cualquier ser viviente, no se arrastran, ni vuelan, no caminan, no llegan a tocar la tierra, pero tampoco a prescindir de ella, desde que comienza a vislumbrarse la Aurora, todos salen, y hasta las cuatro de la tarde, no dejan de moverse, como si fueran palmeras azotadas constantemente por un viento persistente, pero controlado. Ya he dicho que solo uno nunca para de ¿?. El Solitario

Esa noche mi mente trajinó con su encanto de locura obsesionante: Estaba parado erguidamenté en el centro de la callejuela, entrada la noche, había cierta luminosidad que se extendía con soberbia de rico, de los grandes edificios situados en la Urbanización Virginia. A esa hora sabía por experiencia que la única presencia posible era la del Solitario, su manera de andar aleteándose, oscilante con ansiedad reprimida, como queriendo alcanzar definitivamente algo, ese algo que quizás sería la clave para aclarar el enigma; de ser eso, que quizás no es, pero dejando alguna posibilidad sin enclaustra. De entre los causes carñeriles se desprendían con firme realidad unas nieblitas gaseosas, supurantes, producían un murmullo que empujaba una gran ansiedad de nauseas. Sin detenerse el Solitario tuvo tiempo para decirme –Nosotros antecedemos todo lo viviente, a veces esperamos miles de años, otras nos quedamos siendo sombra, pero siempre persiguiéndolos, bien sea atrás, delante, o al lado, en ocasiones de uno, somos tres sombras, porque somos la esencia intangible de lo que está por ser tangible.

Finalmente, luego de haber solventado el desquisamiento, y haber logrado, después de muchas explicaciones a mi hijo, que me regalara unos binóculos de última generación, como los que se ven en las películas, entre en una displacentera obsesión psicótica, pasaba casi las veinticuatro horas arremolinado en una poltrona que otro hijo regalo, al observar que las venas se inflamaban, y en procura de evitarse ellos un gasto mayor, por la gran posibilidad que floreciera una tromboflebitis, y los desbancara. Instale, con las pretensiones de morir en el intento, pero nunca dejaría sin solución, lo que estaba en la seguridad, era la repuesta a todas las perversidades del ser humano. Adicionalmente había trasladado parte de la biblioteca, el computador, una neverita que el vigilante se encargaba, sin pronunciar palabras, de mantenerla avituallada de cervezas.

En la callejuela abarcando prácticamente todo el espacio de ella, se encuentra permanentemente estacionado, como si fuera un símbolo esotérico; a esa conclusión hemos llegado luego de rigurosos análisis, en conexión con los contúrbernos compañeros de la peña vejeta, conectados por internet; un vehículo rojo, pequeño, nuevo. Todos los días a las nueve de la mañana, se ve un hombre de carne y hueso, alto, corpulento, cabellera blanca abundante, de donde se desprende continuamente un rocío de cenizas; su piel azafranada; la perversidad perseverante lo atosiga, sus ojos al posarlos en las sombras-andantes, producen en estos oscilantes movimientos con desbarajustes, que no corresponden a los habituales. Con facilidad pude deducirse que todas las sombras, con excepción del Solitario, lo obedecen. Frente a la casa donde está estacionado, acuden a las diez de la mañana tres de los fantasmas, diferentes todos los días, el Solitario nunca ha acudido; el hombre les entrega los utensilios de limpieza, proceden con esmero, en muchas ocasiones no utilizan las mopa para lustrarlo, ellos mismo hacen las veces del instrumento; el auto desde que inicie mis estudios de investigación, no lo han movido del frente de la casa.

Al terminar la faena los fantasmas, el hombre se sube al auto, lo enciende, treinta minutos después lo apaga, cierra con el seguro a control remoto, da una breve vuelta al vehículo, y nuevamente introduce la llave en el cilindro de la puerta, como para cerciorase; entra a la casa, ahí lo esperan cinco hombres, por lo observado nunca se asean, apenas si se afeitan, se abrazan mutuamente y se sientan a jugar domino y a tomar cervezas. Mientras tanto las sombras se arremolina bajo una enramada, construida sobre cuatro horcones, con un techo de laminas de zinc completamente oxidado, y sumamente agujereado, esperan pacientemente hasta las tres y media de la tarde, hasta el momento que sale el hombre del auto, y les entrega a cada sombra un pequeño recipiente, que sin tener ninguna lógica es de deducir, que constituye su alimento. El Solitario es la sombra más delgada, nunca lo he podido precisar en el reparto del envase, tampoco en la enramada; su sombra llega a tal extremo en delgadez, que cuando soplan los vientos sin control, se adhiere como una pega a las paredes-desechos de las casas, cuando los vientos se encuadra en la normalidad, es veloz en su andar, con premura como si algo lo acechara con insistencia.

La Ferretería, Cerrajería, y Charcutería, tienen el mismo nombre El Torero, al igual que el centro comercial, por investigaciones realizadas en mis ratos de ocios, he podido determinar que es un mismo dueño, y en conclusiones estrictamente selectivas-descartarías, él es un hombre alto, obeso, calvo, ordinario siempre en bermudas, sandalias, y franelas de marca, siempre rojas por lo que sin temor a equivocarme, es del proceso disolutivo ñangara de chaveta (según La Real Academia de La Lengua Española: Locura).

A las cinco de la tarde en un vehículo negro, marca Mazda, desembarca de Lunes a Viernes, un niño de unos trece años, su contextura es delgada, cabello negro abundante, recogido en forma de moño detrás de la cabeza, impresiona su brillantez, mirada penetrante pero sin la dulzura de la inocencia, como si estuviese siendo labrada en un mundo sin valores, frívolo, vanidoso, donde el niño prodiga ese lado oculto de imponer todos sus caprichos; vestido con un mono rojo, su capote, y una espada de madera. La primera vez que lo vi, aunque no estoy de acuerdo con esa fiesta, por consideraciones que no vienen a nuestra historia, no dejó de alegrarme en cierto modo que en esta época, aunque en todas ha sido igual, varían los fetiches, pero siempre existe un medio de alienación; el niño dedicase sus horas de ocios a practicar tan exigente disciplina; siempre acompañado por su padre, dueño de los negocios, y otros dos hombres, que se turnan para ser el toro, adhiriéndose en su cabeza un aparato con dos cachos, los cuales los cubren forrándolos con telas por lo afilados, turnándose en la labor de ser el toro; iniciaban las practicas, y terminaban dos horas después por el manifiesto cansancio de los hombres-toros. De esa manera se repetían las escenas; entreteniéndome de la monotonía dedicándome a observar al Solitario, en cierta ocasión pude en parte, saciar una curiosidad que preocupaba, sobre todo en las noches cuando el Solitario se extraviaba al campo de recepción de mis potentes binóculos, es de entender que para las faenas nocturnas le adaptaba los avanzados equipos de visión, pudiendo penetrar a la quinta dimensión, grabándose automáticamente en mi computadora, con insistencia me preguntaba en mis meditaciones-deductivas ¿Cuándo descansa el Solitario? ¿Dónde se alimenta?

En realidad ya había decidido dejar la observación mitifica (mitad metafísica, y la otra científica) mis cuadernos estaban abarrotados de tantas anotaciones, tantas que en sinceridad no las entendía, ni mis colegas argonavegantes (argos-navegantes, porque con demasiada continuidad nos perdemos en la computadora, debiendo acudir a un profesional para que corrija el desvergue que le introducimos) tampoco. Pero como dice el refrán; Si deseáis encámate con mujer, pedicelo a cien, que más que menos, dos te lo dan, que como dijo el cura Emernegildo, que a la bestia se domina por cansancio, que el que persevera Dios lo Ayuda.

Un viernes, el padre y los hombres toros comenzaron a beber, a esos de las diez de la mañana; en el solar desde las más tempranas de la madrugada, treinta hombres se dedicaban a las labores de construcción, con equipos sofisticados; para la hora que ya hemos referido, como la de iniciación en el cumplimiento con los ritos del dios Baco, los trabajos permitían apreciar que se trataba de un anfiteatro o algo por el estilo, sin ser pedante yo preveía que era una plazueleta para torear, información que no había transmitido a mis colegas vejetes internautas, para no crear falsa perspectivas. Pensado y hecho es, que lo que pienso, a así se hace, a las cuatro de la tarde estaba lista la monumental plaza para la fiesta brava.
Llegó el niño puntualmente, como es de deducir el padre y los hombres, se deslizaban libremente, sin obstáculos, por los armoniosos caminos de la inconsciente ebriedad; al bajarse el niño del lujoso vehículo, y verlos en estado báquico, no era difícil adivinar el desvergue, sanfarroche que estaba en plena ebullición, con desarrollo imprevisto; los brazos del niño parecían dos hélices de un D-3, sin terminar de arrancar, pataleaba, taconeaba. Quédaselo mirando el padre, arremete lo abraza, levanta, conduce a la plaza; parejamente salen todos los empleados ciento treinta tres, dos de ellos se dirigen a la callejuela, otros tres se llevan al niño para la cerrajería.

¿Cómo? ¡El Solitario estaba sentado, al lado una viejecita llorando! ¡Coño, nunca lo había visto así! El hombre del vehículo de pie, al lado de ambos les hablaba con insistencia, manoteaba, su rostro denotaba mal humor, sus cabellos blancos se erizaban, y desprendían cenizas en abundancias como si fuera neblina, entorpecía la observación telescópica, aplique la visión nocturna al binóculo aclarándose las imágenes; los empleados del padre procedieron a sujetar a la viejita por sus brazos, ella trataba de zafarse; el solitario nada hacía, escuchaba; al rato asintió.

Al hombre del vehículo le entregaron una paca de dinero, parsimoniosamente los contos, luego colocó en un maletín, tomó del brazo al solitario, esté hizo una seña y el hombre dejo libre, dirigiéndose a la ancianita a la cual abrazó y besó; luego por propia iniciativa comenzó a descender con los empleados, la anciana tomo cerro arriba desapareciendo, ya en la callejuela penetraron a la charcutería, de ahí salió transformado en toro; negro era el hule semejando al animal, con rabo negrillo, el rostro feroz, por los agujeros de la nariz se desprendía substancias blanquecinas, que luego de contar su frecuencia, me hizo llegar a la conclusión de que se producían, al batirse dentro del disfraz el Solitario, los cachos impresionaban por lo afilados, eran los mismos del aparato, pero habían sido incorporados al traje dejándole cierta independencia de movimiento, controlable desde dentro de la escafandra de hule.

Ya hemos informado que al niño lo introdujeron en la cerrajería, al ver movimiento en ese local, enfoco hacia ese sitio. ¡Coño, se me atragantó el chicote! Traje de torero clásico, como los inmortalizo Goya en sus pinturas; una obra de arte, bordado en oro y plata; capote de paso encima de su hombro izquierdo; chaquetilla cuajada de alamares y bordados, labrados con sedas rojas y negras, taleguilla o pantalones rematados por las borlas o machos ajustados a la parte posterior de la rodilla; el chaleco celeste; medias de color rosa, zapatillas negras de cuero de cabrito con lazo celeste; camisa blanca de pechera rizada almidonada; corbata y faja roja; el cabello sujeto haciendo su coleta natural trenzada con la Castañeda, sobre está la montera con borlas negras por los lados, de terciopelo y pasamanería.

Arrodillase el niño Torero, ante la imagen de la Virgen De La Chiquinquira; besa con fervor los escapularios y medallas de oro que lleva en su cuello. Desfile, el paseíllo, dos hombres vestidos a las usanzas del siglo XIV, emburrados en dos jumentos dan el inicio a la fiesta; el matao en el centro; detrás cuatro subalternos dos a cada lado, caminando como si fueran muñequitos de cuerda; siguen dos asnos escafandrados con latones plateados y encima de ellos los picadores.

En el burladero el Solitario, abren la puerta, empujan al toro; sale el Solitario aparentemente acobardado, las segregaciones aumentan vertiginosas asemejan lagrimas; se enconcha el toro contra las tablas, le lanzan objetos y gritan improperios, se aleja hasta colocarse en el centro de la plaza como si fuese una estatua clavada. Entra al ruedo el Niño Torero, estruendosa algarabía, lanzan pañuelos, chaquetillas, flores rojas, amarillas, y sin atinar de donde tres látigos de cuero con borlas de hierro al final, estos son recogidos por los subalternos, quienes se los enrollan en la cintura.

Al centro de la plaza se dirige el Niño Torero en busca del Solitario; su andar es erguido, engreído, de su boca salían palabras de provocación, moviendo insistentemente el capote, se lo coloca en el rostro al toro, tratando de moverlo, el Solitario permanece inmóvil; atréchense de arrechera los picadores, espuelean sus montaduras asnales, ellos los pollinos, encabritasen desmontándolos, los picadores a pie lanzan las banderillas contra las nalgas del toro, corcovea esté, se lanza en persecución del torero.

Se cuadra el Niño Torero; ¡Pase de Verónica! Al unisonó ¡OleeeeeeE, encienden la miniteca, suena pasodoble español, Alfredo Sadel el tenor de Venezuela; como poseídos por extraterrestres, dos de los picadores le entran al toro a fuetazo limpio; de entre el hule brota sangre, pierde fuerzas, las piernas fallan; se sobrepone el Solitario, levanta las dos piernas delanteras hacía el cielo; la multitud se enardece, se aparecen otros dos subalternos pero está vez en bicicletas; en ese momento el toro se ha quitado la careta, y se ve la sombra del rostro del Solitario, sin la protección del hule, se le van las dos banderillas hasta los tuétanos, en su parte superior cada banderilla con una flor negra, ellas las flores, quedaron agitándose con los movimientos compulsivos del Solitario; se abalanza el torero sabe que están dadas las condiciones para matar.
Una parte del público se desgañotaba en convulsiones orgiásticas, la otra parte pedía la muerte del toro, a raudales corrían las botellas de licores espirituosos. En un lado del ruedo se encontraba el Solitario, en el centro el torero; erguido saca la espada del capote, la brillantez trae murmullos que se van convirtiendo en gritos, aullidos desenfrenados; entra el niño a matar, ojos codiciosos, acerca lentamente; el Solitario toma los cachos con sus manos como para defenderse, se apresura el padre, llega antes que su hijo, lanza un soberano vergajaso sobre el ensangrentado cuerpo despojándolo de lo que quedaba del disfraz de hule, se aprecia la sombra ahora es roja, él la sombra, bota los cachos; erguido el torero, abombado pecho, lleno de aire, camina lentamente, levantando la parte de atrás de los pies, ladeándose como si no deseara que sus pies hicieran contacto con la tierra; el matao comienza a caminar a su destino.

De las grandes ni un murmullo, silencio de cementerio por la noche; embiste el Solitario con la cabeza gacha; arquea el brazo derecho el torero, sin estupor arroja el capote, toma con las dos manos la espada, el Solitario baja aun más la cabeza, penetra el metal en la medula, un rio busca cauce, se encharca por encima de la sombra que yace en tierra; ahí con sevicia se ahincó el niño, hasta introducir el mango de la espada en el cuerpo del Solitario.

¡OLEEEEMATAO! Levantan al Niño Torero en hombros, él levanta sus brazos con efusiva alegría, ríe, ha triunfado. Desde hacía rato estaba paralizado, las piernas se negaban a obedecerme. Veo que el niño es conducido a su vehículo, tranquilamente sonriente se va. El Solitario yace en laguna de sangre en su pecho se han adherido las rosas negras. Volteó a la callejuela, venia una procesión, la representación de la muerte de Jesús. Cuenta me doy: Es viernes Santo; entran once fantasmas al ruedo acompañados del hombre del carro.

Bajo corriendo los once pisos, salgo a la calle, me dirijo a la entrada del restaurante, penetro al barrio, tropiezo con un troco de árbol, caigo sobre una tabla, enciendo el yesquero, leo ¡Colonia De Los Niños De La Calle! Regados por todo el solar miles de potecitos con la etiqueta: Pega De Zapato.
Benevolencia del Destino ¡Vomito, cago, de una sola vez las dos! Penetro a la plaza ¡Veo! ¡Un frio sudoroso eriza los vellos! ¡Las Sombras son niños! Once niños recogen el cadáver del Solitario, mueven el vehículo de la calleja, lo introducen en la Monumental El Torero; abre el hombre de cabello blanco la cajuela y colocan el cuerpo inerte, prende el auto e inicia la marcha, lo sigo, cruzan en otra calle más angosta, ignoraba su existencia, al final un basurero, ahí arrojan el cadáver del Solitario, el vehículo regresa en retroceso, lo estaciona y desaparece el hombre.

Hoy siguen Jesús, el Solitario, y el Niño Torero, en su infinito círculo. No se hablan, pero siguen muriendo, cada segundo, minuto, hora, día, mes, año, sin monotonía, hasta que su padre Dios se dé cuenta que lo hacho es demasiado defectuoso. Mientras tanto yo los sigo.

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