miércoles, 6 de agosto de 2014

Los Olores de Nuestro Espejo - Capitulo III


Desde mi infancia, fui considerado como un niño muy fantasioso, admirador de la magia, afanoso buscador de tesoros ocultados; las batallas épicas narradas por mi abuelo, enardecidas con fantasías alucinantes y ebriedades alcohólicas; amelcochadas con las disparatadas películas gringas y mexicanas, sus divas y héroes antorcheros, tratando de estereotiparse con las heroínas y semi dioses, de las mal calcadas epopeyas, desataban mis demonios, haciéndome viajar en inmensas naves, que se dejaban venir de los más remotos cosmos, para darme a conocer mi signo apodíctico, irrefutable, que con solo mi deseo,  era fuerza suficiente para aprestar los problemas de los infinitos Universos. Comenzaba el año mil novecientos cincuenta y ocho, y con él, mi cumpleaños número doce, viendo venir con borrascosa ansiedad, la entrada al primer año de bachillerato.

La noche del veintidós de Enero, de ese año, circulaban en el barrio gran cantidad de rumores, sobre la eminente caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, me instale frente al televisor, con el mandato dado por papá, de despertarlo ante cualquier noticia de importancia; a esos de las tres de mañana, del día veintitrés, se presentaron en cadena nacional de radio y televisión, la nueva junta de gobierno, presidida por el contralmirante Wolfgang Larrazábal; a partir de ese mismo momento, ya se vislumbraban escisiones en una democracia aun en gestación. El treinta y uno de Octubre, antes de las elecciones de Diciembre, de ese mismo año,  los principales dirigentes políticos de los partidos mayoritarios, apoyados por el poder empresarial, firmaron el llamado pacto de Punto Fijo, nombre que se derivó del hecho, de haber sido rubricada la alianza de gobernabilidad, en la casa de habitación del doctor Rafael Caldera, insignada con ese nombre; dejando fuera al partido comunista, de cualquier posibilidad de poder, que como es bien sabido, no se conforman con una parte, sino con el todo; grupo político minúsculo, odiado por el noventa y cinco por ciento de la población, y quienes innegablemente, habían contribuido en profusión a la caída de la dictadura. Se realizaron las elecciones, siendo ganadas por Rómulo Betancourt, iniciándose así el denominado periodo democrático  y avecinado, la sampablera con los grupos apelados de izquierdistas. Ese era el panorama que prevalecía en la cotidianidad; pero para mí era la peregrinación andando por dentro; siempre cojeando por la falta de recursos, la invalidez atrofiante intelectual y sin las más remotas ideas, de las realidades que estaban por venir. Varios profesores pertenecían al partido comunista; su utopía creída y ejercitada, con la máxima honradez, me cautivó; iniciaron en la lectura panfletaria del materialismo; homicidio, muy elocuente e intencional, contra la filosofía de Friedrich Engels y Carlos Marx; guion para una nueva religión, con acervada profunción en la intolerancia y el crimen, justificado por razón de estado, siendo el Estado, en todos los casos, un preponderante dictador; de la misma manera me aleccionaron, en el miedo no acobardado, mostrado desafiante, consciente de la necesidad de tenerlo, para sobrevivir en esas travesías, guiadas por la casualidad, pude controlarlo y con ello se hizo sinónimo de vida.

 Me afectaba la negativa de los otros adolescentes, entre ellos, los de la pandilla de mi hermano y mis conocidos de la infancia, al evadirme y negarme cualquier acercamiento con ellos; adrede, era el afán de aplicarme la ley del hielo; de manera, que eso dedujo una acentuación, que no deja de ser lógica, en el ser humano, el de conducirme de manera inescudriñable, acentuando la conducta que había asumido, en mis primeros años de vida; ensañarme mentalmente contra todos ellos, y asumir una actitud homofóbica. Poco era el tiempo transcurrido, pero tenía la convicción, de ser un versado teórico del marxismo-leninismo; el único panfleto que había leído, hasta ese momento, era un furibundo  y escarbado resumen, de los principios del Materialismo Histórico, editado por el partido comunista de la Unión Soviética, para los países del tercer mundo, y las aburridas revistas rusas que daba igual leerlas o verlas, por lo baladíes y grotescas que eran; no es que busque excusas, menos a esta edad; para mí es una gran verdad que todas las ideologías, son trituradoras insaciables de los seres humanos, no pretendo significar que los activistas y pasivos creyentes, no lo hagan sin honestidad; me refiero a los engranajes de la gran máquina, diseñada para apresarlos, triturar la autonomía mental de sus adeptos, y que a la larga, esas cúpulas son igualmente devoradas, por ese ente abstracto; presentía  que las fotos intercaladas en las revistas, eran parte de la comedia y sin lugar a dudas, lo decían todo; las superiores verdades se dicen sin palabras.

Comencé a leer todo lo que cayera en mis manos, escarbaba en los remates de libros, rebuscando autores rusos, nada sabía de censuras; de esa manera, con el primero que me enfrenté fue con Fedor Dostoyevski y su Crimen y Castigo, fue tanto el estremecimiento que engendro en mi alma, que una tía materna, maestra de enseñanza primaria, abandonada con siete hijos por el marido, reemplazada por una carajita de quince años, había tenido la necesidad, luego se le hizo vicio, de acudir a una agiotista nieta del prócer de la independencia Rafael Urdaneta; vivía ella, en un verdadero palacio, al lado del hotel Kriptón, construido en unos terrenos, que heredados por la descendiente del ilustre, se las vendió a un judío  de nombre Aneo, quien había sido cocinero en sus años mozos, en los predios del cine Vallejo, reseñando los otros judíos, que era un hombre tan miserable, que en una oportunidad, en la cual se hallaba asando carne en su tarantín, el humo que se desasía del pernil era de tal portento y excelsitud, que revoleteaba sin cesar las moscas sobre las permeas, sin atinar a posarse por la astucia del judío; pero siendo incapaz de encerrar los encumbrados olores, de las atolondradas carnes, por lo que sin son ni ton, eran dueñas de los espacios invisibles; desplazando embriagosas, a las perversas empachadas porciones de las otras fritangas; un indigente atraído por las boqueadas, coloco su nutrida marusa haciéndola de trono, en una de las esquinas del tarantín y extasiado, por las oleadas ventiscas de la aromosa carnes, asadas con carbón en un enorme anafre por el hebreo; aspiraba y se regodeaba en su estrado, el menesteroso con las fragancias, que sin lugar a dudas, no llegaban a pervertirse en la nada, sino que se engrosaban a su dieta de ilusiones, zurrándose con cariñosos toquecitos su estómago, en señal de contentamiento. Aneo, con su rostro lleno de ira, auscultaba la presencia del indigente y sin esperar más, armado de un garrote, fue a conminarlo, a que le pagase la cantidad de humo que había ingerido, se armó la tangana, acudieron en gavilla los pordioseros con sus bártulos; y en mogote, los tarantineros armados de trebejos; se sobresaltó un grito, boqueado por el gurú del mercado principal Platón -Busquemos al policía del Vallejo- Exponenciado los hechos al Solón maracucho, asestados los argumentos, réplicas y contra descargas, esté quedose meditando los hechos, y sin pérdida de tiempo, saturado de arrogancia y sabiduría, extrajo del bolsillo de su pantalón una moneda, la más sólida, de cinco bolívares, un fuerte de plata, cien por ciento de pureza, la lanzo contra el piso y dijole al judío: con el sonido estas pagado.

Era pues Aneo, el dueño del hotel y tan miserable fue con el humo, como lo era con los enamorados secretos, que pretendían refugiarse, para el deleite del sexo, en su posada. Decían las malas lenguas hebraicas, que era ramal su conducta, del ultraje que le habían inferido su mujer anterior; dándose a la tarea de trastocar, los designios del inquieto Cupido y del impredecible Eros; ardides inventaba todos las jornadas, para descubrir a los que lograban esquivar sus robustas vigilancias, sometiéndolos al escarnio público, y al castigo de desalojarlos con la policía; hasta que un día, dio la casualidad, que paso por uno de los pasillos del hotel, que orden había dado, perseveraran desalojado para ser moteados; escuchó los sonidos guturales, inherentes a la inconsciencia de la transportación, a ese mundo único que produce el éxtasis del sexo; asomase con artimañas gatescas, por el vidrio colocado encima de la puerta de la habitación, que permitía la entrada de la luz natural, y quizás que otras segaderas; nada dijo, ni nada aparejo; fue tiempo después, una semana santa, que en un ascensor que estaba atascado, y hubo de ser dejado como tal, hasta que pasaran los días de conmemoraciones santas, para los menos y para los más, de cedazo aguardentoso y escapatorias carnales; encontraron el cadáver de una dama, en estado de descomposición, los ojos fuera de la cavidad, la boca ensangrentada por la ingesta de parte de sus brazos, y de sus enormes tetas; siendo no otra, que la esposa del judío, y según el parte médico y policial, su deceso se produjo por asfixia, hambre y terror; enjuiciaban sus amistades, no sin cierta escama, que la tragedia se había alfombrado en la vida del distinguido sefardí; porque da la casualidad, que exactamente a los siete días, después de la desgracia de su esposa, el gerente general del hotel, Faloquio Stick Fuente, también nombrado como Tinaja, nacido en el barrio el Empedrado, fue secuestrado y amputada, la parte más importante del engranaje sexual; sin embargo, el aparato viril, quizás por olvido, fue desamparado con el hombre agonizante; y aquí comparece la pregunta, que se hacían las autoridades y los habitantes, del barrio el Empedrado: Cómo es posible, que lo abandonaran a cien metros del hospital central; la intención era dejarlo huérfano, vivo, pero sin el coroto follador.  Fallaron al dejar el órgano Todopoderoso, poseedor de vida propia y dogmáticamente autónomo, porque se enfunda medrosamente o prorrumpe bravamente, a su antojo; o quizás adrede, los sicarios faloquianos, los plantaron a los dos, a sabiendas que tenían la posibilidad real de salvarse ambos, aunque quedasen desmejorados.

Realmente lo que conocemos como destino, es circundado por la Casualidad, todo es guiado por ella; por la acomoda y resignante ceguedad. Arañemos los trances: Faloquio fue secuestrado saliendo del hotel, si él no sale, y se dedica a dormir en su habitación del hotel, no hay forma que lo secuestren ese día; fue un hado, que no se acostara con cualquier de las hospedadas en el hotel, lo hacia todas las noches; pero esa noche, por fortuna, que no dejaba de prodigarle una vez más, lo necesario que se estimaba su trabajo, Aneo lo invitó a tomarse unos tragos; los caminos de las casualidades son inescrutables. Faloquio logro salvar su vida por una bendita providencia, la aparición de dos vecinos del barrio, completamente ebrios y que habían sido tendidos, de una fiesta por mentecatos, pero el albur no termina ahí; los borrachitos atinaron a ver el falo de Faloquio y creyendo, que se trata de un chorizo lo ahorran, para ablandarlo y machacarlo en sus buches; auxilian al herido Faloquio y trasladan al hospital central, a tan solo dos cuadras del sitio del crimen; llegados a la emergencia, estaba de guardia por providencia el doctor Pega Loca, el mismo cirujano que embolso mi mano, con su pauta, quiérase o no “Empatar y empaquetar como yazca, no importa como quede” en irreversible realidad, Faloquio sobrevivió, pero no así su falo justo, que de Tinaja quedo en tinajita; ante tal desgracia Tinajita, que así fue mentado, desde ese deshabituada desgracia, cayó en una depresión alcohólica, yéndose a descorcharla en el mercado de las pulgas, hasta el día que murió, no sin antes desatrancar la cloaca, que había sido su vida. Pero las casualidades no se espantaron del destino de Aneo; luego de la muerte de Tinajita y Lilith, que así se nombraba la dama sefardita; el hotel se convirtió en el recinto por excelencia de los hipócritas, y como dirían los lingüistas de la revolución del siglo veintiuno, “hipócritos” por la sencilla razón, de que les garantizaba la estada en ese recinto, su sazón inmaculada (o) y abonaban las transgresiones, sin embarazos ni facturas. El sumario es que Aneo, continuo por muchos años con sus obsesión faloquiales y vaginales, transbordando su prurito a tal estado de perfeccionamiento, al instalar en todas las piezas del hotel: pasillos, ascensores y habitaciones, cámaras y micrófonos; los cuales él y su ayudante, mentado como Huevo Frito, se confiaban de fiscalizar, para actuar ante cualquier silogismo denunciante. Fue de esa manera, que por fatalidad, una semana santa, Huevo Frito decidió tomarse los días feriados, y al regresar de sus merecidas vacaciones, fue enterado de la prestidigitación de Aneo; sin enmendar ni purgar la información, fue a la sala de control y pudo confrontar, las eróticas escenas de Aneo con su novio; en seguida, las incontinente y horripilantes efemérides, y tocados gritos aullantes, de los ex-enamorados, usurpándose a molar limpio sus carnes, en su celda forzosa, no siendo otra, que el ascensor privado de la habitación de Aneo.   

La obstinación es que Raskolnikov, el personaje principal de Crimen y Castigo, se sembró en mi espíritu y en la mente; varias noches me desvele, planificando la grafía como debía fraguar el crimen; ya de por sí, no era tan fácil el acceso a mi Alena Ivanovna; pues permanecía todo el tiempo, protegida por dos mal encarados esbirros y un guajiro, que desde niño les había sido dado en regalo a su familia, hecho muy normal en esa época, y que se comportaba hirsutamente celoso con su ama; superpuesto a esa pretoriana vigilancia con hilos, existía un portero estacionado en una garita a la entrada del palacete, protegido por un enorme portón de hierro; por supuesto, todos portaban armas de diferentes calibres; me las arreglé en dos oportunidades, para acompañar a mi tía a cancelar los intereses, que debía hacerlo a razón del veinte por ciento semanal; ello me permitió en la primera ocasión, observar menudamente los intersticios del lugar: las posibilidades de escape, las rutinas de los vigilantes, hora de comer, descansos; ustedes se dirán, bueno y como pudo observar tantas cosas, en un tiempo tan limitado: sencillo, para bajarse de la mula con la vieja y entregarle los intereses, había que hacer cola, tan igual a los acarreos hoy en día, en esta revolución del siglo veintiuno, para conseguir algo de comida, papel para mantener semi limpio el ano, jabón para despretinar los olores, bueno todo; cumplida la primera etapa del plan, venia la más difícil ¿Cómo hacerme amigo de los corchetes? es decir de los sayones, definitivamente de los cuidadores de la vieja; antes de iniciar esa segunda y última etapa, la casualidad se hizo mía. Tenía la costumbre en mis momentos de oció, y cansado del hobby de adivinar las matrículas, de los vehículos de servicio público, llegado el aburrimiento, por los fuse lagües repetitivo, de los ocho autos encargados de hacer la ruta, optaba por el segundo recreo, yéndome a la tipografía El País, propiedad de tres hermanos, los mejores amigos de mi padre; eso lo fraguaba, después de la cinco de la tarde, de los días donde se convocaba a los sorteos de la lotería del Zulia; cuando comenzaba en la tipografía y en la calle Carabobo un trajinar y enajenamiento, al iniciarse el sorteo, y el enjambre de vendedores de billetes, se mezclaba con los que habían dejado su destino a la providencia del juego, y los cápulos hechos moluscos intoxicantés en acechanzas tigrescas, esperaban las listas de los premios para las manipulaciones y arañeos; era una verdadera orgia de intereses, esperanzas y malas intenciones; mi pernoctación tenía otros fines, que pudiéramos atinar de poéticos y filosóficos: transbordar el ruido de las máquinas de impresión, a mundos inhóspitos por conocerse, y para hipnotizarme, con el fulgor de velocidad delirante e inconsciente de los operarios; su astucia sin ser pensada, solo, quizás, mañas;  la mimética de sus manos sin tener perseguidor; socarronerías que reproducían en mi mente, no sin cierta satisfacción sádica, las vivencias de los condenados a la guillotina, sus ojos queriéndose escapar de sus empaques; las cagantinas de los días anteriores a la ejecución, la mente cimentada, los fríos sudorosos, el escape de toda voluntad, las alucinaciones viéndose sepultado, las esperanzas avivadas por escaramuzas con Dios; quizás guardaba cierto rencor, a la mochura de mi dedo y se paseaban ideas no sanas; ver la destrezas de los linotipistas, que hipnotizados clavaban las nimias piezas, con la precisión de la marcha del organismo humano, volanteando sus manos con arte y pericia, digna de un cirujano cerebral; aturdirme, engreírme con el subir y bajar salmodiado de la vil guillotina, ver la descarga, escuchar el atarrayado por la penuria; golpe seco, saca, mete, escapada; despiadada la separación de la parte del todo, y el dolor, no tan imaginado y si evocado, con sentido del desprendimiento; el otro motivo, era enfrentar sin cordura ni calma, al enjambre de hembras estudiantes del instituto Narciso López, mozas farolantes que embellecían la impetuosa calle; dedicándome a darles gavilla y palabrerías sin cortedad, logrando cuajar algunas, con un éxito que poco duraba, por el atornillamiento de la doncel y su jactancia, de que ya me había enroscado, haciéndose forzoso e ineludible el escape, para evitarme el escarmiento, de una confesión hiriente, no para ella, sino para mí, al dejarse venir la ineludible propuesta de una salida, a un restaurant o discoteca, porque por lo menos, especular en una encerrona en el cine Sabaneta, era como sacarle la madre o darle un coñazo; sin embargo, de este estilo expresivo de amor ajustado, se soldó en la mente, una metodología que no abandonaría, sino en la vejez, por las consecuencias impredecibles, porque me decía en ese ajetreada etapa: si por cada cien declaraciones de amor, veinticinco me favorecen, cincuenta me abofetean, y las otras veinticinco, se ríen o me miran con desprecio, es loable urdir una confesión estándar, que sea rápida en su esencia y precisa en las intenciones; elabore el estratagema con estas sencillas pero impactantes palabras ¡Coño, amor sin ser chaveteado! he soñado con vos; rauda era la travesía, dislocada en las desposeídas y depreciadas aguas del lago, angustiadas con el petróleo; mucho antes de verte, ya se vertía en mi alma, una borrasca sospechosa de una princesa, y esa eres Tú ¿quieres hacer el amor? El intríngulis estaba en el desbarajuste, tratando de enseñorear la propia ignorancia, con el torcimiento oscuro del texto y el emotivo recitamiento.

Estando sumergida la mente, en pensamientos estratégicos y laberinticos, sobre mi primer crimen por hacerse; casualmente se acercó Luis, uno de los dueños de la imprenta, y me apuntó  –Nefesto, te escolto a adjudicar un cometido a una emparentada-  encantado, le respondí; ya el hecho de conducir su Mercedes Benz, y sin párale pelota a sus ínfulas, sin malversación, de verse con chofer, era suficiente para profesarme felicidad; pero más bienandanza sentí, cuando entramos al palacete de la usurera; al ingresar el vehículo, el portero me saludo batiendo los brazos como astas de molino, no sin cierto asombro; la misma cualidad prevaleció con los guardias y el guajiro; pero la gran sorpresa para Luis y éxtasis para mí, fue la efusividad con la cual me abrazo la copetuda cuaima; pasamos a su biblioteca, invitándonos a socorrernos del sofocante calor, con cerveza o refrescos, preferimos Coca-Cola; del rostro de la agnada de Luis, se hizo una escalonada monería e inmediatamente, sin medir palabra, me dejaron apoltronado en la magnífica biblioteca; los primeros minutos volaron embelesado, admirando la enorme cantidad de libros, bellos todos, pero que sin lugar a dudas, en virginidad permanecían; luego se aposento un súbito temblor en el normal, al mismo tiempo que el otro, que se mantiene en acechanza, intimaba a buscar en el escritorio, el fatídico documento que encadenaba a mi tía; así procedí, pero casi inmediatamente, la orden en ejecución fue contradicha por el estándar, con un argumento avasallante: debes concentrarte en el crimen o de lo contrario, serás reputado como un ramplón ladronzuelo; porque, decía el reflexiónario: la esencia de la ciencia de los magos vengadores, no puede ser sometida, al juicio universal del comportamiento moral y de las trasgresiones acumuladas; una cosa en su diabólica vida, y otra el desagravio ético; sopese las dos opiniones y ello provoco en mi alma una energía, que sentía aumentaba en megavatios, prontas a crear cortocircuito voltajico, por lo que sin emendaciones de tiempo, opte por la que sin lugar a dudas, cosecharía en la historia los parámetros moralistas, imborrable para las venideras generaciones de agiotistas; abandone pues, cualquier intento que subyugase los progenes altruistas de mi ser; pero en todo caso, la impertinencia del velocista Inconsciente, me sirvió para constatar el sitio de reclusión de los malditos documentos, y cuando digo ¡Documentos! es porque en ese preciso momento, por una casualidad, fui arriado ciegamente, para que en el futuro, pronto por hacerse, me apoderara de los instrumentos argollantés de la existencia; el consciente tratando de igualar en velocidad al inconsciente, agregó a su delantero análisis: la importancia de evangelizar la acción, con un carácter enciclopédico y despachar, no el manuscrito, sino las documentaciones, con lo cual liberaras a la humanidad de la sumisión agiotistera.

La conquista se hace costumbre, hasta que la malaventura se desata. Tomé dos decisiones sabias, tal como lo demostraran los hechos; me anote en un breve, pero pragmático curso de relaciones públicas, titulado con el pomposo nombre: Como Alcanzar el Éxito en solo Siete Días; dictado por un gran conferencista y sabio español, que huyendo a las necesidades y los garrotes del franquismo, habíase ajustado para frenar en estos lares, que aún permanecían en el siglo XlX; el curso en verdad, estuvo a punto de constituirse en la novedad del año, de no ser, por la abrupta presencia e intervención, de la policía esbirrosa en el salón de clase, con la intención de aprehender al profesor; en un primer momento, los alumnos, que éramos tres, estuvimos dispuestos a rechazar a los sicarios, pero la oportuna aparición y arenga, del director del manicomio, fue tan convincente, que tuvimos que retractarnos de nuestra noble intención. La acusación fue rastroja, mutuamente se argüían, el profesor y el director, de revoltijo de funciones y confabulación, dentro de la residencia albergante de los perturbados; salmodiándose con retrecheras picoteadas, con un mismo acento gallego, la tutoría direccional, de los desmollejados.

Rastreado con el caudillaje, de tan magna y necesaria revolución moral y está demorada, vivía sumergido en un hamaca chinchorrera, elaborada por las guajiras, que con sus chirriante colores me mantenían en un estado letárgico, esquivando toda realidad posible ¡Oh! dioses aventajados de la inconsciencia, alégrense de mi decisión y guíen mis pasos, y si no los obedezco, que baje al sepulcro con violencia y me sea negada, toda colita por los aterrados caminos del silencio. ¡Carmeles! tus pecados han de ser agujereados, y dejaras de ser la conspicua prestamista, porque yo te desnucare y desbastare tu palacio. Presto estaba para el definitivo acometimiento; la obsecración de los sentimientos y la razón, daban paso a un nuevo amanecer, atrás quedaban enchirroleados los funestos pensares y presagios malosos. El Golpe: Con denotada parsimonia, había estudiado las variantes escapatorias; la que más convencimiento depositaba en mi voluntad y sagacidad, era la de trincar los documentos depositados en el escritorio, y emprender una retirada arrebujada,  indultándole el castigo a la sanguijuela, con lo cual la manufactura moral seria ejemplar, convirtiéndose para los prestamistas, prestatarios y filósofos, en el mayor laberinto inventado por el ser humano; pero me decía, fácil no será, y lo más probable es un repliegue de esprínter, es decir de arranque y fuerza corredora, vaticinando esa posibilidad cierta, con ahínco había dedicado a develar la distancia, entre el palacete y la delegación de la policía judicial, donde podía descontar el apoyo incondicional, de varios de sus funcionarios, que habían sido compañeros de estudios: setecientos metros ni más ni menos; encunetado en la hamaca,  me dedique a calcular el tiempo real necesario, para desbaratar esa tirada y así, fui haciendo la articulación: si para hacer un kilómetro calmo y amansado, necesito un empuje tempero de cinco minutos y veinticinco segundos; para un escape de acoso exacerbado, buscando las cosquillas en los pies y de turbo prodigarme, emplearía un máximo de tres minutos; y si hay disparos, dos calamitosos minuteros; pero encabecemos: escape en salvamento de las costillas, es decir en evitación de una golpiza; definitivamente me transe en cuatro minutos, más dos de inquisición confiscatoria en la biblioteca y uno, para salir sin despertar sospechas, total siete minutos y finalizaba en el vagar entrampado sofista con esta sentencia de Aristóteles “Si los humanos midiéramos los tiempos, para hacernos merecidos de la historia o fuéremos despiertos de los lapsos, para embejucar los destrozos de los deseos indignos, que de desguaces nos evitaríamos” Quiero hacerles énfasis, que a esta altura de la epopeya, que me lanzaría a la ahistoria y como consecuencia, a las lebreles literarios, estaba súper convencido, de lo innecesario de la muerte de la prócer, que así la tuiteaban los empleados; las razones eran gnósticas, y más allá del bien o del mal, me era imperativo permanecer trascendiendo la vulgaridad humana y aferrándome, al poder de la voluntad.

Llegue al palacete, el portero muy risueño dio paso subordinado; el guajiro me dijo en un castellano naciente, que no por ello, dejaba de traslucir su honesta voluntad, de dejarlo de apabullar y machacar, en un futuro cercano -Dona Carmetia, está en banco de bano, soltando las tropezones tasajadas ayel, boy darle masaje en sus culas, para que surten sin rotula; aseo digo, de que vos entráis aoral- Los guardaespaldas estaban desayunado en la cocina, miraron y desdibujaron rastros de la arepa con chicharrones; entre a la biblioteca, tome las carpetas con los documentos que pude englobar; pero saliendo, me traicionaron los que presumen de  ser diferentes y opuestos, y no son,  ni lo uno, ni lo otro, dejándome abochornado, desenmascarado y denunciado, se habían escapado juntos la consciencia y el inconsciente, solo nubes sin escupitajos en la mente; el portón había permanecido semi abierto, por allí me fui; los gritos de todo el personal cumbamba en los oídos; cosquillas tenía en los pies, por fin agarrote la entrada de la delegación. Todo termino como si solo hubiese sido un sueño, que en verdad no lo fue.

¡Si!  Fue una época que la viví instintiva, negando los sentimientos y la razón; obsesionado en labrarme una imagen de aborrecimientos y odios; buscando dar diente con diente. Limbos negros que con demencia, propagaban a través de cualquier medio mediático y en las tertulias, desmigajando las maldades carniceras y bestiales de los marxistas; quizás era una reacción a esa nada de mi infancia; al rencor escoriado, de no haberla disfrutado; las infectas intoxicaciones, aguaitando en todos los alimentos, en el sol, en las telas de las vestimentas.  

¡Sí! odio epilogal; solo recuerdos que se hicieron pesadillas indelebles. Una tarde, sentado en la baranda de la casa de la señora Josefina, donde mendigaba las miradas de una novia bella; favorecida con todos los encantos inimaginables, de una eterna primavera; sus ojos verdosos llenos de una picardía lasciva, invitando a provocar atribulaciones; esperaba que anocheciera, ambos sabíamos, que no había ninguna posibilidad, de que nuestra relación tuviese un final normal y era menester, antes de mudarse del barrio, proceder a realizar un deseo que palpitaba en nuestras carnes; su padre de conuquero, avenido en gran propietario con la muerte misteriosa de un tío; se izaba y encumbraba orgullosamente, a los deleites de una vida llena de riquezas y vanidades; su odio hacia mí, lo veía como la necesidad de borrar para siempre, cualquier vestigio de su pobreza pasada; dos días antes, en la casa de una amiga mutua, quien se complacía en hacerse de Celestina, acordamos que aunque fuese por una vez en la vida, disfrutaríamos del amor; el plan era: con la detonación de las nueves de la noche, ella procedería a introducirse en el baño de su casa, yo subiría por el techo de la casa de la señora Josefina, atravesaría el baldaquín aledaño, que le correspondía a la casa de los Dávila, hasta alcanzar el objetivo, hacer el amor en el baño de su casa; era menester, para tener éxito en el trayecto, y no ser descubierto en el intento, eliminar un enorme bombillo de un poste del alumbrado público, que estaba situado en el callejón trasero, común a la cuadra de las casas y que mantenía el lugar, como si fuese un estadio, con sus torres de luces encendidas; el hijo de la señora Josefina, David, era mi pana, regularmente lo acompañaba a buscar al señor Marco, su padre, recaudador de los impuestos municipales y quien, sin pelar un día de la semana laboral, luego de su faena, se dedicaba a empinar el codo, en el bar la Cantinela; religiosamente, como si fuera un pacto, duraba en esa faena dos hora y media, momento donde era necesario, recoger a aquella masa de carne inconsciente y embutirse con él, en auto de servicio público, para luego acomodarlo en una silla, en la enramada destechada del patio de su casa, colindante con el enorme faro; ahí, debajo de ese sol artificial, permanecía estancado, muerto, recibiendo sus dosis de la torturante luz, hasta las doce de la noche, momento en el cual comenzaba a renacer, para esperar sentado los golpes, con los consabidos improperios, de la señora Josefina.  Estando en la espera de ese momento, se me acercó Julio Cesar, del grupo de mi hermano Felino; ellos tenían como sus principios, no enunciados, pero si aplicados, la audacia desenfrenada, el valor irracional, la temeridad libertina y el desprecio licencioso por el estudio; fue el momento cuando se hizo sentir el nihilismo en estos lares, que de alguna manera, es parte de todos los seres humanos, unos lo afloran más , otros se hacen los musius; eran una juventud extraña, imitando la cultura perturbada de los países europeos y norteamericano, con los ingredientes del realismo mágico del trópico; un verdadero cataclismo, no solo del cuerpo, sino también del alma; la adopción de modas, tan fuera del contexto geográfico; las botas altas de cuero, que hacían recordar las lecturas de las infamias del Márquez de Sade. Sádicas, descargando su látigo a los depravados, flagelando sus cuerpo, dando vía libre a los deseos; subterfugios que reviven los ancestrales vicios, guardados en los palcos de exclusividad, de la mente inconsciente o quizás, no tan subconscientes, y si, obsesivamente apetecidas por consumar; los cueros baratos, y las imitaciones de badana para las vestimentas, en estos lares de clima violento y quemante; cortedad en los cueros adheridos al cuerpo, que dejaban al descubierto, ante cualquier movimiento las piernas, nalgas, la fruta acida tan apetecida, desertando las imaginaciones balsámicas y visiones en estampías, sin nada que moler ni disgregar en las noches de insomnio, cuando se dejan venir las imágenes deseadas, elaboradas con despilfarro erótico. Las cabelleras frondosas en los jóvenes; el deliberado esfuerzo, en hacerse lo más desaliñado posible, la energía en pulverizar la hombría; una manera de rechazar la cultura generada, pero esquivando toda responsabilidad; la individualidad como la esencia de la vida; el ocio plantado con solo abrojos; los jóvenes empeñados en parecerse a lozanas hembras, y las muchachas queriendo ser varones; siempre en búsqueda de parecer lo más omisas y feas posible. Un afán por  convertirse en una glosa grotesca; sortear cualquier posibilidad de ser definidos por el sexo, es decir parecer neutros; los extravagantes atavíos de los hombres, forradas las carnes con telas estampadas, aterciopeladas y con encajes; joyas de pacotillas, aros y pendientes en las orejas, en la nariz, en la boca, en el órgano sexual, en las nalgas; poner fin a las guerras pero sin aporrearse, ni enmendarse; el sexo a mansalva, sin calidad, follando con irracionalidad, estimulados por drogas; era el libertinaje sexual; la destrucción de la unidad familiar; el consumo de drogas, buscando un mundo de quimeras; la música estrambótica  maleando la inspiración; la fijeza escandalosa, triturante, de los instrumentos eléctricos, desbaratando los oídos y la mente, constituyendo una manera de evadir la realidad; el baile imitando a los saraos africanos, o a los pacientes de un manicomio. El objetivo era escarnecer todo pasado; la glorificación a los desvalores; la destrucción de la propia vida, pero sin autenticidad, simple copiaje de mañas muy bien programadas, quizás al comienzo, sin percibir los olores de la manipulación a la rebeldía; estilos que se iniciaron, aupados por la aparición y comercialización, de nuevas y más sofisticadas drogas. Pensaba entonces, si esa es la conducta generalizada, practicada con igual o mayor ahínco, por los grupos de izquierda y anárquicos; la manera de individualizarse, es hacer lo contrario, mantener una actitud de arrogancia, el resultado fue como el del pendejo, que tiene un Wolvaguito, remendado, pero con el escape libre, y se aplica a frotarse y chulear, con las naves potentes de última generación. Esta demás referir, que en la pandilla el odio a todo lo que oliera a comunista, estaba en la cúspide retenidas de los miembros de la pandilla.

Esa tarde, Julio Cesar, no sin cierta malicia, me preguntó, el por qué me había afiliado a la juventud comunista; realmente, el cómo me adherí, no lo recuerdo con exactitud, pero se arreglan en evocación las efigies, de la captura y golpiza que le propino la Seguridad Nacional (policía política de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez) a un obrero comunista, en el centro de Maracaibo; los cuentos, que no dejaban de ser realidades, de las torturas a que eran sometidos, por igual, los que profesaban las doctrinas social demócratas y comunistas; las iconografías de la noche, en que fue derrotada y execrada, la dictadura, transmitida por Radio Caracas Televisión; la emoción y admiración, cuando apareció la junta de Gobierno; ese día me dije –debes hacerte del poder, no importa el medio, bien sea haciéndote oficial de la aviación o dirigente político; la primera vez, que fui detenido por la policía política, embaulado y enjaulado, en el retén policial, por estar de alzado, la estancia en ese sitio me dio una panorámica, de la fraternidad que fluía entre los detenidos; las horas de estudio, que no solo abarcaban la doctrina marxista, sino también los clásicos de la literatura; la valentía que me inyectaron, para inmunizarme contra el dolor en las torturas. Una vez instalado como gobierno los adecos, en conchupancia con el partido Copey, que albergaba lo más retrogrado y sectario, de la derecha y de la iglesia, según mi apreciación, se la dedicaron con ahínco y sin indulgencia, a todo lo que apestara a comunista; en ese momento había sido aprehendido, por no decir esclavizado, por una sola imagen de la vida; me sumergí como los caballos de carrera, con sus gríngolas, en un subterráneo donde desmantele todo el poder de la voluntad, que había sembrado y cultivado desde la infancia; con un comportamiento recalcitrante e invadido de odios y complejos, tan iguales o peores, a aquellos que profesaban las otras doctrinas; camino que a la larga, es la meta donde arriban, todos los que se hacen con el poder, no importa la forma ni la doctrina que se profese, todos convergen en esa cloaca. En las brigadas de choque, nos soslayábamos y afincábamos, a explayar epítetos indignos y ofensivos, con toda persona que se atreviese a disentir, de nuestra religión marxista, o de alguno de nuestros dioses, actuando de manera violenta, a la menor señal de sospechar sarcasmo. Fanatizados y con una defensa a ultranza, se deslizaba furtivamente, el espécimen cubano con un solo objetivo: apoderarse del país; nuestras mentes, se habían forrado de romanceros agrios y melcocha, no permitiéndonos vislumbrar otros caminos; tan parejo como les sucede, a una gran cantidad de habitantes de este país en el siglo veintiuno; unos por ser aduladores por antonomasia, fáciles de negociar su consciencia; otros, meramente por ignorancia, abonada con dadivas; y los menos, por estarse ahogando con las riquezas mal habidas; y por ultimo mi secreto: la primera vez que actué como activista, tenía trece años de edad, fue una acción de pinta y colocación de pancartas, en los postes y paredes; verdad era, que la policía o cualquier otro organismo de seguridad del estado, sin contemplaciones mataban al que consiguiera en estas faenas, la orden dada por el mismo presidente Betancourt, en cadena nacional de radio y televisión, era, disparar primero y averiguar después; ese día llegue en horas de la madrugada a mi casa; en la reunión, donde se asignaron las tareas de cada uno, estaba un amigo de papá, lo llamábamos don Juan de Pacotilla, como lo son todos; de indivisas maneras, el tipo, de algún modo, con su carrote de última generación, un Chevrolet Impala y sus billetes, que no le faltaban, se abrochaba a  la moda, como comunista de salón; por supuesto, en la reunión se excusó de participar, era alto empleado petrolero, es decir estaba muy bien acomodado; del cenáculo se fue a la casa de padre y desembucho, todo lo que sabía e ignoraba; encarnaba el arquetipo del izquierdista de exposición, que se fabrican ellos mismos, con alucinaciones de elegidos, estimaciones y respetos; hablan como curtidos y fluyen como inocentes, siempre están del lado de la comodidad y del ocio sin abono, llaman infames y cobardes, a los que se niegan a dejarse matar; corruptos a los que no aceptan ayudarlos; son tan malos, que solo son peores a ellos, los que le dan prestigio y los aúpan. Al llegar, a eso de las dos de la mañana, padre con su rostro envilecido por la ira, me estaba esperando en el frente de la casa; al entrar me dijo que me quitara el pantalón, algo que no había hecho con Felino, en tantas pelas que le había acreditado, afinco con tal robustez el mecate, para dejarlo de blandirlo cuando madre se desmayó; en ese momento se apuntalaron, no las ideas, porque pocas tenia, sino la rebeldía; el dolor físico no era problema, ya había verificado que lo controlaba; a los siete años cuando me descuaje la cabeza y a los doce años, cuando una escopeta estallo su recamara, mutilándome los dedos de la mano izquierda.

El caso es, que sin habérmelo propuesto, al promediar la hora, donde era menester ocuparme de la aventura planificada, logre despedir a Julio Cesar, pero él ya estaba atraído, había sembrado en su mente un nuevo aguijón, el de la rebeldía incendiaria, que poseemos en latencia en esa edad, era hora de hacerla acción, y que medio más explícito e irracional, que la Utopía comunista, con su parapeto de igualdades y de un ser humano nuevo, con sus teorías creadas por el genio de Carlos Marx, compresadas sin el menor respeto al científico, en un catecismo de una oscuridad inigualable, queriéndose aplicar esos principios científicos, basados en indagaciones y metodologías acreditadas, de realidades afirmadas, para esa época, hace más de ciento cincuenta años, que han demostrado su imposibilidad de aplicación, y con la indubitable verdad, en los países que se han fingido aplicar, de lacrase en acérrimas dictaduras, con la consabida destrucción de la economía y los valores humanos.

A las siete de la noche, me fui con David a buscar a su padre al bar la Cantinela, tomamos el fardel de huesos y carnes, y prontamente lo alojamos en su poltrona, daban las nueves de la noche. David ajustaba la honda, con sus municiones forjadas con amor, como si se tratara de una mujer; eran esféricas de barro privilegiado, del tamaño de una metra, pasadas, para su consolidación y efectividad, por un horno primitivo, venido de las montañas rocosas, con sus jagüeyes de barro embrujados y fríos, de la sierra de Churuguara, sin dejarlos que se adormezcan, para evitar que pierdan sus juros; satanizados por la bruja Dórela, dialogándole con fuertes amores y humores, ciñéndose lujuriosamente en una danza silenciosa de ligues, con los demonios que lubrican los incansables deseos; acomodó la honda, con la maestría a la cual estaba acostumbrado, le venía, según pregonaba su madre, la habilidad a David, empaquetado en los genes de sus antepasados, tan remotos como el mismo primer David: dos minutos para subirme al techo de su casa, cuatro para recorrer alfombrado las otras dos cubiertas, y bajar hasta el baño prodigioso, donde debía dejar a buen resguardo, las sesgadas sustancias, ya acostumbradas a ser semilla de nada.

¡Explosiona el sol! pervertido en destellos vidriosos; el silencio de la noche, es desgarrado por la estruendosa descarga, para arrebatarnos en la bella demencia, de la insensata adolescencia, y como si la energía eléctrica, anhelosa de sus bombillos, deseara expresar su enojo, frenéticamente se apodera del alma del señor Marco; los ojos se le encienden, llamas escupen, levantase catapultado por los duendes de la cañada Morillo; expulsa el viejo, con el vigor y la fuerza de un Caruso, un grito seco que rebota en los confines del universo, luego baja y se asienta en el vecindario ¡Un ladrón! Fue una sola vez que el odio de Baco, contra los abstemios, rugió para hacerse muerte desquiciada, que aún brama en mis oídos. Luego calla y vuelve a dormirse, con una sonrisa de niño mimado ¡Grita Juanita! puta por puro serlo, la vecina del fondo ¡Al ladrón! Estalla la ira de David, el delirio se enseñorea en él, ya solo ve a su Goliat; detona todo el alumbrado de la cuadra, sigue enseñoreado con su honda, lanza sus dardos contra cualquier sonido y olor; se oyen lamentos, se ventea la sangre, rebuznan los perros, los gatos cantan, los gallos aúllan, los alcaravanes entran en deshora; en desesperación solidaria, solo una luna crecida, acariciada por nubes negras, se empeñaba en dar figuras de sombras.

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