viernes, 3 de octubre de 2014

Capítulo V

Ella. Siempre Ella.
Sentí una agradable ilusión al verla, sin presentir ni advertir que la decisión había sido usurpada con prelación, fue como si alguien dentro y fuera de mí, hubiese impuesto la providencia sin indagarme; en ese momento no me detuve a analizarla, porque sin lugar a dudas, estábamos de acuerdo en la disposición. Juzgue que esa fuerza conocía las ventajas y desventajas, pero me molestaba la imposición; las placenteras sensaciones eran superiores a cualquier desasosiego; veía colores que se  destajaban, por entre los rayos del sol, de esa claridad que aún no ha sido mortajada con los bullicios humanos, con los olores enrarecidos y nacientes dentro de su propia muerte. Viajé lúcido en un fundidor con susurros de colores perdurables; era la alhaja que tantas veces había soñado en mis fantasías; luego con el furor del alucinado, comencé a entremezclar las tonalidades de los colores, que saltaban de los carbones enfurecidos por las llamas; con la fuerza del frenesí comenzaron a danzar crispantes, moldeando anárquicamente imágenes llenas de delirios flamantes e incansables; forjándose paradigmas ficticios de mares y ríos en deflagraciones, yéndose y viniéndose; lunas, soles, planetas y estrellas, brotando en formas que desmigajaban el entendimiento, con efusiones aloques, negros y blancos, que sondeaban un universo sin conclusión ni centro, con millones de planetas y soles, que estaban en ardimientos de vida gestándose en secreto;  ahí se había vaciado, el icono de la mujer escrutada desde muchas vidas pasadas.

Sus cabellos negros estaban desplegados como las alas del cóndor; reflejándose esa negritud muy superior al plumaje brillante del cuervo; levantabansé sin altanería, de manera sinuosa, aludiendo al viajero albatros, sobre el serpentino mar; se destejaban bruñidos con blancos surcados, por finísimos arañes de luz, dando tonos garzos, cárdenos, carmesíes y suspirosos fuliginosos, proyectando su guía con filigranas opulencias, en busca de la completa libertad. Ojos afinados por su oblicuidad, fijos en la misma masa de gases habientes, correteando y  jugueteando con el destino, al cual había aprehendido. Lengüetas de soles, se hacían bucles ígneos inexplorados; de su bronceado rostro brotaban ignotas visiones; la mirada preñada de melancolía, divagando por infinitos por crearse, guardando en su seno enigmas por resolverse, evitando cualquier escape de su alma. Esparcíanse breves destellos, para luego lanzar con todas sus fuerzas, ondas de colores enloquecidos por Ser, que se irradiaban por todo el cosmos.
La lindura de esa esperanza que me había acechado desde que tenía el rito de soñar, dejaban ver matices desconocidos a mi corazón; en ese conjunto pretendía leer una esperanza, no era éxtasis ni un hechizo, sino el aguardo que se tiene de hechos implementados por fuerzas superiores, asignados  para que se inicie la obra por interpretar en esta vida; en las imágenes que se volcaban floreadas se asomaba la  ritualidad de su delgadez, en la cual  los músculos dejaban de ser crudas obstinaciones, tornándose armonías que bañaban la imaginación; los labios humedecidos por un permanente néctar, emprendían alegorías, ávidos de sembrar efluvios en los vergeles, sin la ruindad de la belleza creada artificialmente; pensamientos que se hacían enjambres de abejas, en busca de la iluminación espiritual; el desapego y la razón caminando erguidas como un cisne, en la quietud del lago fascinando las almas; su carácter, su extraño saber, su indivisa hermosura y la penetrante y cautivante elocuencia; sonidos emergiendo para darle vida a la placida voz, desde el más profundo soplo; fueron asimilándose en la forja de mi alma sin advertirlo.

La afinidad hacia los otros seres humanos es una cualidad ingénita, tan misteriosa como el mismo amor, pero sin lugar a dudas se debe cultivar y para obtener frutos, se han de venerar como un jardinero a sus flores. He poseído esa merced y en cierto modo, también la he desacreditado. Me he movido, aun hoy día, con un alma deseosa de ser parte de la humanidad, de afrontar los problemas de los menesterosos, de los odiados por la maldita fortuna, pero que se desorienta a la vuelta de la esquina; brioso he sido en el trabajo, pero también en el festejo; he sido cuerdo, pero más demente; he viajado por mundos reales y ficticios, con desorientada lucidez, sin lograr explicación al enigma de la vida.

Ante su presencia se acentuaban con anomalía sublimes emociones nuevas; deseaba vaciarme dentro de su existencia; protegerla o tal vez que ella me resguardara, me fundiese y obtuviera una nueva pieza, deslastrada de tanta inmundicia.

Cuantos paisajes grotescos, horrendos se esconden en el alma humana; casi nada sabemos de lo que somos y mucho menos, de lo que seremos. El amor no fundamentado en la razón, realidad o la moral, es el más profundo, porque no se avasalla a la hipocresía humana. No tenía dudas de que era ella mi diosa Calíope. ¡Oh Dios que te ignoraba que sea mía! Y despójame, luego la existencia, pero hazla inmortal en los ensueños
Fui aceptado bajo condición en el nuevo liceo.  Entre los alumnos que habían estudiado, desde su inicio en la institución, conformaban una cofradía guiada por Tiresias Murillo; particularmente siempre los considere como los mejores alumnos; entré con el grupo al cual los mismos profesores, sin faltarles razón, bautizaron como los desadaptados, en este grupo se encontraban verdaderos Sansones, pero sin la vergataria Dalila, todos habían sido premiados con una galopante calvicie, pero también con una estatura y desarrollo corporal, que en nada los acobardaba ante el bendito Charles Atlas; la vagancia, la viveza, el arribismo y la coacción, a los otros alumnos y algunos profesores, débiles y temerosos de represalias, fueron el blanco de estas prácticas deshonesta; fue la primera promoción del Liceo José Ramos Yépez. Esa fue la impresión que me acompaño, durante más de cincuenta años ¿Tendría alguna eventualidad o moratoria, a esta altura, cambiar la casaca? Estando en un acto velatorio, se acercó uno de los compañeros de la hornada; en otras oportunidades habíamos charlado de cosas triviales, que en realidad a esta edad lo son todas; me propuso que intentáramos reunirnos, a los que estábamos vivos o con posibilidades de asistir, los cuales a esta altura no llegamos al diez por ciento; y como por encantos maléficos, se me ocurrió referirme a mi amigo Tiresias Murillo y su súper inteligencia; fallecido, no trágicamente en el aeropuerto de Maiquetía, sino de un impactante y fiero infarto al miocardio, sin presentarse como súbito e inesperado, sino todo lo contrario, labrado diariamente por la embriaguez tormentosa, quizás, para hacer desaparecer tantos infortunios amorosos, iniciados desde su última adolescencia, al raptar a la que luego sería su primera esposa y está, lo embarrancara inauguralmente, en los ácidos rencores del adulterio anunciado, que se hace deseo sediento y necesario para la víctima, porque el cornudo primerizo ha de ser cabrito, símbolo de la juventud inocente, que apenas está recibiendo los primeros coñazos al abandonar el cascaron y se le aviene el celo, obnubilándole la razón, presumiendo de vergatario y valiente, no llegando sino a encerrado cabrón; el cado fue que el bellaco, pícaro, marrullero, astuto, sagaz y traidor, que de desagradecido está lleno el mundo, enrojeció y con ese color de odio atrincherado durante largos años, se avinieron en comparsa epítetos altisonantes.

-Carajo Nefesto, que bolas tenéis ¿acaso no recordáis el examen de Latín? donde la menor nota fue catorce puntos aprovechados por Aristóbulo; no era de mis inmortales. Pero con rapidez y avidez recordé al prototipo Aristóbulo: EL de la dejadez hecha humor, engaño, irrespeto por lo viviente y muerto; pequeño, siempre empaquetinado como si fuese a asistir a una festejo, con su único cuaderno en el bolsillo postrero de su acolchado y forrado pantalón, bamboneando su irregular cuerpo al caminar, en atribulación de achispado, en busca permanente de hacerse de una oración, una palabra o letra, con la cual expresar su constreñida y seca mente; su risa preñada de circunda asebia, endiablada y siempre presto a descargar su ironía sin querer, queriendo, aplicada con apetencia a cualquier situación, que por muy seria que se presumía, entraba en el retablo de sus ocurrencias y mamaderas de gallo.

¡Ese examen! nos lo entrego el flaco Asmodeo, crispado y señalado como Judá Iscariote, todo lo juraba con conciencia, pero con seriedad de mercader y virgo de viejo marica; pero como se la va a pedir al manzano del caribe su fruto, si la muerte es su beneficio. Pero nada que ver, contra las tempestad del pacifico, los constantes terremotos del Japón y la seguridad de misericordia de la empresas transnacionales a la humanidad, lo nombramos por unanimidad padrino de nuestra promoción; se desempeñaba como jefe de bedeles y hombre de confianza de la dirección y profesores; entre sus atribuciones operaba el multígrafo; los profesores le entregaban los exámenes para que los imprimiera. ¡No recuerdas! que nos entregó el examen de Latín y todos la aprobamos con veinte puntos, con excepción de Aristóbulo que de haber aprobado con veinte puntos, hubiese sido lo acabose, lo imposible; además Nefesto, continuo, todos sabían que Tiresias se llevaba los textos a examinar, atrincherado en el método Braille, quien podía asegurar o negar que se estaba copiando, pero lo hacía-
Ni el polvo me lo sacudí, al dejarlo me fui a la plaza Bolívar, siempre me han encantado las plazas, sueños que no dejan de andar y remarcase, sin estorbos de los no deseados; los árboles inhalando candorosos su aislamiento; la masturbada locura de los pájaros, revoleteándose en alucinaciones de abundancia; sus peleas muy bien fingidas; los romances castos y anímicos, con sus cantos que se esparzan, ocultando formulas misteriosas forjadas de otras vidas; el silencioso viajar, ir, venir, erigiendo el nido antes de procrear, como tratando de enseñarle a los humanos, la necesidad de la responsabilidad con los hijos; sentado en esa plaza, me había percatado de la presencia del profesor de latín, encrucijandose en alguno de los bares que posados alrededor de la plaza, señalan la entrada al mundo del ya no Importa, donde las convenciones y lo que se fue, o deseo ser, no tiene jerarquía alguna; al verlo entrar en el figón, me dirigí al específico tugurio, me senté en la barra a su lado; sin preludios necesarios, escudriñé algún recordatorio de su estragada mente, nada que ver, era como si estuviese conversando con la misma muralla china; apenas comenzaba la cacería, esmerándome con más perseverancia en enganchar su atención; opte sin consultarle en obsequiarlo tragos, sin dejar de exaltar el monologo y penetrando con manta, en los asuntillos mundanos sin importancia; limpió los culos de botella, que forjaban en hacerse gafas; aspiro extenuado y dejo brotar de aquella boca arrasada por el cáncer, las sufrágante y despiadadas enjundias azuladas, emanadas del hechicero humo, ensalmadas en pequeñas alucinaciones a cada fumarada, dándose la sensación codiciada y esclavizanté; de esa embocadura saltaron unas haraposas risitas, escoltadas de algunos tonos guturales buscando ser mensajes, que se detenían con timidez; simulacro, ensayos de la antaña elocuencia, dejada en las soledades de las aulas con la fiebre académica de la juventud, deseosas de posesionarse nuevamente en esa mente, que debió servirle para realizar sueños, ya dejados en el abandono –A usted no lo recuerdo, pero ¡Sí! con premura y odio, se me arrecia en la mente la imagen de Temístocles el Bellaco, con su fuerza acorazada buscando descargase, sus ojos de maldad siempre arrogantes, despreciativos, opacados por el rencor, su caminar sinuoso en busca de un apoyo para su cuerpo supurando grasa; a Tiresias, con sus latinazos de milonga trasnochada, en busca de una mujer, donde acrisolar su entusiasmo de hombría solo palpada por su mano de ciego ¡Sí! recuerdo la barbarie del curso, sus prolongados discursos de guerra anunciada y aplicada, a cada uno de los profesores, a escotes, sin consideración, y me exaspera y saca de quicio, recordar sus engaños brumosos y falaces, sus amenazas;  retengo aun en mi mente las imágenes de la nave guiada por el amor contra-natura, con mi Jasón ofrendando eternidad, silencio; Y, y, yo, entregándole el Vellón y carnes de mi hombría, la pesadez que horadaba mi alma, que la entumecía; ¡Sí! No lo niego, no tiene sentido a estas alturas; y, y, hacia repicar mi culo como las campanas de San Pascual Bylón, con su badajo penetrándome, oscilante, contorsionanté, al abrigar y embrollar mi espíritu; la embarcación donde anide ¡Oh Dios, como desbarate mi vida! ¡Sí! Tengo un sueño, apalear la oportunidad de volverlos a examinar, me veo entregándoles el examen, mi aturdida avidez de aplazarlos a todos, de vengarme de Jasón, de su ignorancia, de su engaño; de todos ustedes, del sabor que le prologaban a una vida incompresibles, desdeñada, burlada, encorvada; y percibo a los malditos miembros del jurado, felicitándome por mi eficiencia, al lograr ese nivel de compresión en la lengua de mierda, muerta, menjurje de pretenciosos eruditos, ociosidades de desvergue, como los he odiado. Y, Asmodeo con sus ojos de lechuza, mirándome, su rostro aguijonado por la viruela y la maldad, buscando saciarse, retozando. ¡Si! Fui yo quien rogó a ese miserable, para que le entregara el examen a mi Jasón.
Mantem sanctan spontaneam voluntatem et liberacionem-

Dispuse entrar a la facultad de derecho; en las primeras clases evidencie, que de las seis materias, con la excepción de dos, los profesores se la daban de declamadores de unas aburridas guías de estudio, prendidas con un solo fósforo plagiadas al descampe y sin composturas, que todos lo han hecho y lo hacemos, pero con bejucos atrincherados en amuralladas fosas, a los grandes teóricos del derecho, apagada esa llamita cagosa hace mucho tiempo, en creencia de que las relaciones de los humanos son los desechos de un retrete censurado. Esas pautas las habían vendido por años con carácter obligatorio tácito; resolví asistir a las clases de las dos materias, donde los profesores estaban reconocidos como verdaderos pedagogos e investigadores. Es decir, que sin haber arrancado me atoraba en el aparato de partida, ya me hacía un descendiente de Solón, del maestro Avendaño que de pulpero se agarró la lotería de la universidad para el poder popular, y en menos de dos años ya estaba jurungueando en los tribunales, aforando y desaforando su interminable codicia por la buenas hembras y su obsesión en procrearse y alimentar su obesidad; en breves pero tajantes palabras, quería enmendar al mundo sin conocerlo y sin tener el poder, ni los medios para intentarlo; cabriolaba nuevamente fuera de pista. Contradecir a un profesor en una universidad pública y autónoma, es lo más tonto que se puede forjar, más aun en ese tiempo donde existía una sola universidad en el Estado.

Mi promedio era de diez y ocho. Llegue al final, no sin los odios amontonados en las seseras de los profesores, la razón era no haber asistido a sus clases y empavóname, hablando pendejadas como un gatillo loco, para enfatizar la perdedera de tiempo, con la ranchera mal interpretada y repetitiva de las jodentes y anticuados guías, como si se hubiese atorado o desgastado la aguja del toca disco, y calada a la fuerza sobre el disco, con una caja de fosforo o cualquier objeto, que obligase a la desgastada saeta a dar sus últimos alientos de vida, adicionándole como estribillo denunciatorio la perversidad y las imágenes infames, lascivas, selectivas y eliminativas, para los estudiantes, abreviados para clases particulares, de acuerdo al género sexual que pulsiona y abarrota el deseo del profesor, parejo odio que se circundaba por haber sido abrutado y arrojado, por rolo de hembra que me traía desmenuzado, con sus andares y golpeteos gluteales; para desgracia o benevolencia del destino, el primer examen final fue derecho civil; estaba conformada por treinta nueve temas; materia que dictaba un viejo amigo de la infancia de un tío mío; profesor, que permitía con toda objetividad ser apuntalado con el remoquete del pichón; impersonalmente, sin que exista tirria, su vecindad con un cría de paloma era maravilloso; el ultimo día que vivió nos tropezamos en un depósito de licores; conversamos sobre las vueltas, regreses y cabriolas de la vida, la jerarquía de no amilanase antes los actos fallidos, brindamos por la humanidad, el perdón de los pecados e infinidades de retrabes; de pronto atino a acordase que tenía un mate en el vehículo, iba a menesteres privados con una estudiante de la facultad, para ejercer un privilegio  consuetudinario otorgado por la Universidad; como despedida me permití ofrecerle una botella de wiski, efusivamente nos abrazamos, poco falto para bañarnos los rostros de espitosos y fluidos gargajos; quiso cancelar una cuenta de diez cajas de cigarrillos, que con temblor del deseo por cumplirse agarraban sus deditos de pichoncito, lo convencí diciéndole que era el asegurador del negocio y que en parado como estaba en el abismo de la quiebra, deseoso de encurdar la mecha del fuego liberador y regresarse a su tierra, en realidad, mi asegurado, el portugués no me cobraría cuenta alguna; emparapetó su diminuta figurilla en el Mercedes Benz 500, bajo el vidrio de su auto, y con su alita izquierda se despidió para siempre; esa noche murió de un infarto; me encargue de liquidarle a su mujer, no sin cierto deleite del servicio cumplido al que te ha maltratado, no importa que no se dé por enterado, que ahí esta Dios para endosarlo a la cuenta, el monto del seguro de vida, lo hice en tiempo record; era un mujer despampanante, bella, y estaba dispuesta a rehacer su vida. Mi cargo era gerente de la aseguradora de la universidad donde el fungió arteramente. No es que haya deseado su muerte, lo Juro, nada me daba ni me quitaba, por el contrario, sin proponérselo me encarrilo a una profesión con la cual gane dinero en profusión, goce hasta desbarrancarme, pero eso si todo a su desmedida.

Pastando la Vida.
Desde la más temprana edad me veo trabajando: haciendo mandados en el barrio; yendo al mercado para cómprale a las vecinas veinte plátanos por un bolívar, esperando las once de la mañana para desbancar  a los piragüeros, ya enfurecidos por el sol y tomados de la ebriedad, se desaforaran y comenzaran a subastarlos de a treinta por un bolívar, resultándome en ganancia diez plátanos para mi incipiente patrimonio, por cada bolívar; lo espinoso era el porte hasta el bus de madera de los enormes plátanos, embolsados en mochilas de papel con asas de alambre; desmigajando mazorcas de maíz; limpiando válvulas petroleras; leyendo medidores de electricidad; alquilándome como caballero-figurín para bailar el vals con la quinceañera por cien bolívares; mesonero los Domingos en la terraza del barrio; custodio de viejitos bebedores; acarreador de sacos de carbón y combustibles para los anafres y las cocinas; transbordando mercancía textil; gamuseador de autos; mezclador y vendedor de mantequilla criolla, elaborada con más papa que mantequilla; todas esos tenderetes los hacía porque me nacía y sentía gran satisfacción, cuando le entregaba a mi madre la mitad de lo ganado y la otra parte, la utilizaba para darme mis gustazos. Un pero caliente con mayonesa y mostaza, y despacharle a los viejos del barrio una ayuda, casi con seguridad y emergencia aguardentosa, pero que se le hace si se sentían felices.

La Tormenta de las Mandocas.
Me encargaba en horas muy tempranas de la mañana, en consignarlas en diferentes bodegas y luego por la mañana siguiente, cuando me dotaban del nuevo cargamento recogía las no vendidas; pero un día era tanta el hambre que me perseguía, que acorralado por los calambres y sonidos estertores de las tripas y faltando a la ética profesional del recadero, le entre sin consideración ni misericordia a dos de ellas; al llegar a la presencia de la patrona, con mi carita de pendejo y saltándose dos preñadas lágrimas de sentimientos, le espete la razón de la falta de las anheladas frituras; nada me dijo, solo miró sin dejar de aturdirme su malicia malsana. Esa misma noche comencé a observar que los enflaquecidos brazos, comenzaban a mostrarme la tempestad que se avecinaba, demasiados conocidos me eran: las descargas eléctricas parpadeantes aumentaban sus kilovatios a cada minuto, se disparaban filtrándose del hígado, riñones, páncreas, estomago, yéndose a la epidermis, dermis, badana, cutis, tez, cutícula, guevito, culito ¡Meollo, alma, de la existencia de la puta vida! Atolondrando erizamiento, latigazos, erupciones ásperas, conmociones, vibraciones, sacudidas; ya estaba cansado de tanta jodedera de las funiculares intoxicaciones, prepare mi voluntad, la lucha debía ser a muerte, el secreto estaba en no temer o irritarse, obligar a ese dolor tan diferente a cualquier otro, con los cuales estamos prodigados, a que se desconecte; debes evitar, me decía, limarte con las uñas u otro objeto, las porciones que te crispan; pero ya amaneciendo no eran porciones lo que quería, deseaba la torta completa, por lo que ya no había ninguna duda, de que el ataque era masivo y decisivo, como nunca lo había glosado mi organismo: Sentía difundirme en un inmenso desvergue existencial, la mente se desesperaba y me exasperaba, preví la decisión de no cepillarme con las manos u otro cosa, las roscas bollosas, bullosas y hormigueras, porque sin lugar a dudas es un lenguaje muy definido con el cual se expresan, sin embargo porfiadamente algo o alguien, se afincaba en inducirme a hacer lo contrario; aferre mis manos en las cabuyeras de la hamaca donde cabeceaba; se hizo el sueño y con él la pesadilla: Vi el Caladril (ungüento que aplicaban los médicos como la novedad científica, contra la avidez rascará de las resquebrajaduras de la inoculación) engreídas orgullosamente sobre las amorfas ronchas y ellas cagadas de risas . Cuando abrí los ojos era una bola hinchada casi a estallar, con riquezas se dejaban venir las supuraciones de pus; me levante y encerré en el pequeño baño, que nos servía a diez personas, sin rencor abrí la regadera, una suave y fría agua deshacía el maldito Caladril; como pude me fui desnudo hasta la cocina, eran unos seis metros que la separaba de la pieza donde me encontraba, ese espacio fungía de comedor, convirtiéndose en mi sitio de dormir al promediar las nueve de las noche; atine a conseguir vinagre, volví al baño, frote con un jaboncito de a locha (doce céntimos y medio de un bolívares, de aquel tiempo, hoy día no tiene valor alguno en comparación con el dólar) que le endilgaban el pomposo nombre de Jabón de Almendra, luego me rocié con el vinagre, deje que transcurrieran algunos segundos, la desazón comenzó a huir y con ello llego el definitivo sueño, y la hospitalización.

Aeropuertos.
Mis fallidos estudios de derecho me brindaron la oportunidad de conocer a un ser humano excepcional. Eduardo López Iragorry. Lo recuerdo aun, a pesar de la brevedad de su estancia en este mundo; escasas veces dialogamos en la juventud, pero en la adultez compartimos momentos gratos en los aeródromo, en esos terminales aéreos que en épocas pasadas, encendían la pureza de la ociosidad en el alma, hacían soñar, troncaban la acidez de los compromisos del trabajo; se iba a estar cerca del cielo, aledaño a las nubes, retozando con las tonalidades de la luz, jugueteándose entre ellas, para hacer y deshacer estatuillas de ilusiones, de vaciados que están en la mente, soslayándose en construir laberintos, trastornar, apostarse dentro para fantasear;  sola una vez hubiese sido suficiente, para nunca olvidarme de su grandeza como ser humano. Fue la única persona del curso, y porque no afirmar, de la facultad o institución política, que tuvo la valentía de denunciar el fraude que se me hacía, al aplazarme con una nota de diez y siete puntos, amén de haber contestado el noventa y nueve por ciento de las preguntas orales, a pesar de los métodos hostiles que emplearon los examinadores; nadie más se manifestó contra la injusticia.