miércoles, 23 de julio de 2014

Los Olores del Espejo - Capítulo II



Capítulo II

Estas evocaciones de la infancia encierran los conflictos de la mente, ya demasiada ultrajada, por tantos hechos vividos o soñados; acarreados los primeros, dentro de lo que nombramos como circunstancias contextuales de la realidad y los segundos, en los inagotables moradores de la psique, con sus fantasías, ensueños y traumas, que nos embrollan la mente dejándonos poca oportunidades de poder determinar con precisión, cuales realmente hemos vivido y los que corresponden, a las aprehensiones arbitrarias del inconsciente, residenciándolas como propias.
 

A muy temprana edad, el olfato comenzó a distinguir los diferentes olores e intenciones de los seres humanos; escrutándolos con asombrosa olfatibilidad. Retengo las agudezas de un día domingo; nos preparábamos mi hermano primogénito, mi hermana mayor y yo, para irnos a la vespertina del Cine Sabaneta; mi padre me hablo con una generosidad que no había apreciado, hasta ese momento; deseaba que tuviésemos un breve dialogo; era un hombre de estatura media; en ese tiempo su contextura de dirigente y activista deportivo comenzaba a desencajarse, descollando un abdomen, no exagerado, pero si bien cultivado, laureándole una fisonomía bonachona y receptiva, que no se esmeraba en malversar, provocando en ocasiones, que nos olvidáramos de su recio carácter andino. Aún pienso que fue uno de los momentos más difíciles de mi vida, el cotejo lo hago porque todavía hoy día, recuerdo con toda escrupulosidad cada detalle; y las indagaciones y experiencias, que acumulado durante más de sesenta y ocho años, así me lo indican. La adolescencia sin lugar a dudas, es el despertar más complejo que se opera en el ser humano; es la primavera donde se despiertan nuevos olores y del control de ellos, dependerá experimentadamente y psíquicamente los tufos que habremos de ventear. El encuentro con la sexualidad, los cielos e infiernos desplazándose con su máxima intensidad; el túnel que nos puede conducir a tener una vida normal o atraparnos en sus oscuridades; con la aparición de los caracteres sexuales, las modificaciones de la imagen del cuerpo, el cuerpo como objeto pulsional y como imagen que trastoca, conmueve la existencia; las irrupciones de los cambios somáticos, del cuerpo; cambios que son imposibles de detener, impedir, dominar. El encuentro con esa sexualidad y la imposibilidad de significarla, encausarla, conducen a muchos adolescentes a tergiversarla, por la falta de orientación, tabús sociales y sexuales, el entorno familiar y económico, dándole un carácter trágico a esa primavera irrepetible, que converge hacia guías deplorables. La maldad asoma con toda su fetidez en la adolescencia, cuando se ha estado desgraciando esa floración. Vivíamos en los años cincuenta, terminaba de finalizar la segunda guerra mundial, la cual indagaba una vez más las máscaras de los seres humano y su prolijidad en inventarse maldades, crímenes y su inacabable hipocresía. El barrio denominado urbanización Urdaneta, era la segunda que se construía, con esas características en Maracaibo y la primera para la clase pobre, era una tasita de oro, diseñada por el arquitecto Raúl Villanueva, el mismo que diseño la Universidad Central de Venezuela, con su aula magna y el centro Simón Bolívar, entre muchas otras importantes obras, que comenzaba a poblar una Venezuela, que aún permanecía atascada en la mitad del siglo diecinueve; esa urbanización se habitó con vecindades, que en su gran mayoría agraviaban cualquier manifestación cultural, siendo óbice el desconocimiento y como consecuencia, las transgresiones de cualquier convenio social; en pocas palabras arriaban de acuerdo a los vientos; pero con la obsesión, de una gran mayoría de las familias, de romper el cordel con su nudo hereditario, para saltar la talanquera de la pobreza.

Testicular es la obsesión cuando se es joven, el florecimiento es permanente, se buscan atajos, la mente alucina en viajes que se hacen interminables; sobre todo cuando es amurallada por la ociosidad, la ignorancia y la mala crianza; para los adolescentes del barrio, muy poca importancia tenia quien fuese, o que cosa sirviera de depósito; ensayaban las tretas más pasmosas, sin sentir ni reflejar perturbaciones, por lo infundadas e inverosímiles que auxiliasen; era tirar la confabulación para ver que se pescaba; al faltarles víctimas humanas presurosos se avocaban con los animales, preferenciando las burras y pollinas; las cabras, gallinas o cualquier animal que pudiese ser macerado para perforarlo; no sin cierto desparpajado orgullo se canta, aún hoy día, la gaita La Cabra de Josefita Camacho: < Josefita Camacho, es mocha de los dos cachos, del rabo y las dos orejas, y es por eso que no deja, que la agarren (cojan) los muchachos>>

Con una anécdota, voy a procurarles la acuarela de la trágica realidad jifera y frijolera, que existía en esa época; la historieta es relacionada con el menstruo diabólico de mamá y mis hermanas, lo cual facilitara la afloración de las imágenes, de cómo se batían las realidades sexuales naturales; y percibirán sin contratiempo cómo era las reacciones, con lo que se invoca con membranosa resonancia como contra-natura; pérfidas practicas donde el culpable, el monstruo es la victima; el victimario era cotizado, por los otros jóvenes, como un héroe al que se le festejaba la naciente hombría: Cuando llegaban los periodos menstruales, alguien debía ir a comprar en la bodega las toallas sanitarias, ese alguien normalmente era yo, las mujeres estaban descartadas de acto tan impropio, nauseabundo y degradante; entre algunas de las razones que se alegaban, era que expondría su estado diabólico a la vindicta publica, pues era obvio que descubriría el secreto indigno y las exhibiría, a las miradas inoportunas y los deseos obscenos, me iba pues al abasto del señor Meza, hombre comprensible, fiel, y supremo disimulador de esa acto Heroico-Trágico; la entrada al recinto iniciaba el ritual, el acceso se hacía por debajo de cuerda, era requisito que no estuviese otros compradores, dando comienzo a la siniestra expectación, para manifestarle al vituállelo la malaventura; llegado el momento crucial, hacía que escupía, era la infalible seña; el señor Meza arrugaba su frente e inmediatamente desencajaba de su boca, un rictus de  lastima ajena; sin embargo en muchas ocasiones, el acto era roto por la aparición de algún disimulado cliente, dejando en estope la operación; olvidándose por su vejez, el señor Meza, el porqué de mi presencia, era menester entonces acudir al plan B, acercándome a su oído izquierdo, el otro estaba taponeado; le recordaba que era penuria lo que me acechaba y despachara una caja de Kotex; único sinónimo de tapones para la regla, o el sangramiento mensual, cumplida la gesta parlaméntela, que no dejaba de ruborizarnos a los dos, se retiraba el bodeguero a unos anaqueles secretos, que tenía dispuestos en un cuarto con llaves y salía del mismo, con un paquete forrado en papel, donde se conjeturaba escabroso cualquier tentativa de poder determinar su contenido; lamentaba sin enojo, que el valor del paquete, tres reales, no me fuese computado con tres granitos maíz en mi frasco, asediante de llegar a los veinte granos para disfrutar de la florida y correspondiente conservita de leche. Prosiguiendo con la historia de infamia; me condujo mi padre al centro del patio de la casa, como para confesarme un secreto, ese día lo comencé admirar con especial fervor, hasta el sol de hoy. A partir de aquí, en el documento original, había escrito con pelo y señas lo acontecido, quizás se apodero, en ese momento, de mi alma algún olor infernal, que la voluntad logro derrotar; y ese tufo nauseabundo que está almacenado en la misma mente, pero estructurado con un lenguaje que se hace propio, siempre acechante para adueñarse de la existencia, logre desplazarlo y convencido decidí, que en consideración y respeto a los muertos, mis principios y los descendientes de los alevosos protagonistas, mejor era nombrar la ocurrencia, que en realidad es lo importante de contarles, por la artera que se engancha en la mente.

Contaba con unos seis años de edad, era bello como todos los niños a esa edad, que de alguna manera encierran en esa hermosura, que no es otra cosa, que la inocencia y las frescas carnes vírgenes, ignorantes de cualquier contacto sexual, y que se le convierten en la madera y clavos para crucificarle la vida. Mi padre de manera inteligente y amorosa, me informo que le habían confidenciado que uno de los tres felones me había violado: La historia en la realidad fue la siguiente: Hubo un momento, en que encontrándose los tres en la casa de uno de ellos, yo llegue ¿A qué? No lo recuerdo, pero con toda seguridad, cumplía un mandato de mi madre, en busca de un favor, que pudo haber sido: el auxilio con dos cucharadas de azúcar, el préstamo de cualquier alimento, o el pedimento de los periódicos viejos, los cuales mamá cortaba en pedazos y nos servían como papel sanitario; el caso fue que me sentaron en las piernas de uno de ellos y sentí el bulto del órgano, mientras los otros dos extraían de sus alforjas los suyos; me puse a llorar y les gritaba que se lo iba a decir a mamá; ellos soltándome me dijeron que de hacerlo, le dirían a mi hermano mayor, quien se mantenía con ellos, que había cedido en otras ocasión.

-Nefesto, Pánfilo se le acerco a tu hermano y profirió una grave acusación contra vos; yo lo conozco desde el mismo instante que nació y se lo cachazudo que es, pero es mejor aclarar que lamentar, siendo mi obligación filial y de amor, ponerte al tanto y aconsejarte. Nefesto decidme la verdad, porque el caso es grave, sois apenas un niñito y él es ya un hombre hecho y derecho- Una gesto se asomó enérgico  en el rostro y le dije -Es mentira padre-

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Ese evento me acredito la mente y la zarandeo apresuradamente a la realidad del barrio; era menester pensar como un adulto; es decir tener malicia, ser tramoyista y considerar, que la verdad de la razón es fullera; de haber caído en la asechanza, la cual se la montaron a muchos niños, fragmentando y amargándole la vida, mi existencia y sustancia hubiese sido otra. El carácter demostrado por mi padre, a más no poder, me arrimo a su alma e indujo a rebasar la forma, pero esas son huellas imborrables con las cuales se sigue conviviendo, son pesadillas que advierten sobre las vidas, que pudieron ser y no lo fueron, porque no resistieron la tormenta o no tuvieron, un buen capitán que guiara la embarcación; opresiones alucinantes que se confrontan y crispan los sentidos, al presenciar hechos análogas, en el que ya no soy el niño que fui, pero que igualmente se antojan en la mente, los viacrucis de los millones de niños que son sometidos y esclavizados, con los mismos métodos, pero remozadas por una fusión de variantes, propiciadas y difundidas por  los adelantos electrónicos; nada cambia en la esencia del ser humano, solo indaga nuevas y más seguras andanzas. Mi padre se limitó a preguntármelo, yo a contestarle con la verdad; recuerdo que me abrazo y beso y nunca más se habló del asunto, pero ya mi inocencia había volado. El aprendizaje fue claro y prematuro: defenderse sin ira, la furia germina ante una acusación, ofensa o degradación, cuando hay algo de cierto en la imputación o al menos, esa culpa que consideramos indigna, está sembrada esperando ser cultivada; el adverso y reverso pertenecen a la misma verdad, y no deben producir alteraciones de las conductas, siendo imposible que esta nos domine o ciegue; así mismo me abrió los lindes para ser completamente diferente, a lo que juzgamos como sensato, es decir sumiso; se enunció a través de esa insolencia, la decisión insoslayable de enfrentar las situaciones, a costa de cualquier sacrificio y supe de buena tinta, que existía dentro de mí un compañero intuitivo, y como corolario: enfrentar a los agresores, no con violencia, pero tampoco con temor, el miedo es necesario, pero combinado con la fuga de la voluntad es desastroso; la igualdad es sinónimo de respeto y se logra no pregonándolo sino actuando. Con ambos, cuando ya era un adolescente y luego en la adultez y la vejez, respetado por mi sindéresis; les resguarde  aprecio, que traduje en auxilios que les facilite, pero se me hizo imposible poderles manifestar una verdadera amistad o aborrecimiento, por carecer del artificio de la transferencia psíquica, ni para odiarlos o amarlos; pero de lo que si estoy seguro, es que no los trate con hipocresías. Creo que no existe un solo ser humano, que alguna vez no le hayan dicho: No hagáis mal, porque de alguna manera lo vais a pagar en esta vida. Mis abuelas me lo decían y mamá lo cantaba a diario.

 

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Amenodorito, mi mejor amiguito en esa temprana edad, llego a esta vida, se presentó, saludó y se fue; su muerte fue terriblemente horrenda; atiborra de un sadismo, que volaba en la masa licuada y turbia de los excrementos amarillosos, que servían como rampas, para que las furiosas lombrices se deslizaran sin esfuerzo. Todos los hechos trágicos, desgarrantés, van residenciando una fuerza dentro de uno, que lo van guiando para poder enfrentar lo por venir. La bicicleta Benoto roja, la ilusión que no nos abandonaba, esperanzas que renacían todos los domingos, después de engolosinarnos escuchando el programa radial La Tómbola de la Suerte, por Ondas del Lago ¡Sí! aspirábamos a que nuestros Dioses, el mío y el de él, transigieran el milagro  enviando a uno de sus subalternos, para que se encargaran de sacar nuestras cartas. El pony blanco con sus manchas amarronadas y acrisoladas en círculos, como nos imaginábamos el caballo del Cisco Kit, en la serie de televisión en blanco y negro, que dejaban la mente en libertad de prodigar los colores deseados; quizás son enigmas que traemos arraigados en el subconsciente colectivo de la pobreza, que se nos hacen cielos, estrellas en formación, que nos acarrear por cosmos sin hacerse, tan iguales a las vicisitudes que nos aguardan en el caminar a ciegas; las ofuscaciones que nos proveían las caja de Corn-Flakes, con su máscara de monstruos felices, para el cercano carnaval; nos imaginábamos Amenodoro y yo, asustando a los otros niños, sus gritos expresando el miedo que comienza a descubrirse; las carreras vertiginosas para huir de la aberraciones del futuro que se van cuajando; la turbación de la soledad que albergábamos y que sin darnos cuenta, zozobraban en letanías que aún permanecen en la mente cuajados de olores, negándose a dejar de zumbar esos momentos de pureza, sin contaminaciones ni imposiciones; la insuficiencias de palabras, pero que se augura su existencia, porque agarrotadamente empujan, quieren hacerse para expresar lo que se piensa y aprecia; y hablábamos de esos otros mundo que deseábamos alcanzar, que con silente premeditación  se van despertando sin avisarnos, sin darnos cuenta de la metamorfosis, carente de elocuencia pero que va anidando sus huellas y deshaciendo capas, que permanecen imperceptibles, hasta que algún hecho traumatizante nos las muestra con toda crudeza.  

Amenodorito sin poder comer, con su miedo y tribulación a la aparición de las sanguinarias lombrices, a intervalos cada vez más cercanos; solo un pequeño bollo de pan y un diluido café negro. Nunca mencionamos a Dios, no era necesario, no le temíamos, no había por qué; sería como temerle a los padres; aborrecíamos a la bejuca catequiza, no por serlo, sino porque nos robaba el precario tiempo.

Amenodorito constantemente tenía un sueño, me lo manifestaba con denotada alegría  -Yo nací un día en el cual Juya, el dios Guayuu de las lluvias, la fertilidad y destrucción, había anegado la alta guajira, hinchando la barriga de Ma, la tierra y de una Kulamia o majayura (joven, virgen, en blanqueo) por lo que Juya, es mi verdadero padre y nadie más, y esa Kulamia que había sido poseída por mi padre y dejado de ser majayura, para convertirse en la diosa Kennia, Kahsi (luna) Nefesto mi verdadero nombre es Ulepala, el gran cazador y guerrero, que fue el primero de los Guayuu creado por Maleiwa mi Dios. Al mes de haber nacido ya mi madre, me servía una enorme totuma de caldo de chivo con yuca, jojoto, cilantro, ocumo, y un guiso de cesina en coco; así fue como me hice un niño muy gordito y con muchas fuerzas; Kennia, mi madre, en los sueños me decía que iba a ser un Pulashi (un ser humano intocable e inmortal) Todos los miembros de las diferentes castas Guayuu, vivían asombrados y maravillados; los domingos acudían con su Tótem, como si fueran zancudos, después de haber descargado mi padre las lluvias, solo para verme; dengues, paludismo, malaria y muchas otras enfermedades, venían y se iban, sin poder penetrar en mi organismo; una vez que comía, así lo hiciera en demasía, iba de lo más tranquilo al baño y evacuaba sin dolores, sintiéndome muy feliz; pero un día, en horas de la madrugada, se presentó una enorme luciérnaga y se quedó rondando, con su luz intermitente por encima del chinchorro; de pronto y sin darme oportunidad de defenderme, se convirtió en una enorme culebra amarillosa, introduciéndose en los intestinos; esa es la razón, por la cual paso todo el día expulsando lombrices, que son los hijos inacabables de esa ponzoñosa culebra enviada por Wanúluu, el diablo. Yo sé que a la final me van a destrozar, pero mi Dios que se llama Maleiwa, me ha prometido que iré a vivir con Él en la cueva de Jepira, donde veré todos los días a mi madre Kennia, cuando atraviese la cueva de Jepira, para alumbrar con tenuidad la otra parte de Maa (la tierra) sin tener necesidad de depurar mi alma, porque ya han sido declaradas las purificaciones; lo único que siento es no poder continuar jugando con vos; aunque sé que cuando tengáis el pony y la bicicleta Benoto, Maleiwa me va a dejar regresar por unos días, para que montemos el pony y paseemos en la bicicleta; también voy a echar de menos a nuestras risas, cuando asustamos a los niños, con las máscaras bellamente monstruosa de Corn Flakes. ¡Ah! Se me olvidaba, y las bolitas (metras) que me regala tu hermana Leladale, para que las guarde y pueda jugar cuando este bien, aunque le he dicho a mi madre y a mi tía Rosmira, que cuando me vaya para la Guajira, para la casa de Maleiwa, las meta en el bolsillo del parto que me compraron para estrenarlo en Diciembre-

Ese día con Amenodorito, cuando mi hermano escucho el relato del sueño con Maleiwa, lo vi llorar por primera vez, luego, ya adulto, se le hizo costumbre sollozar, cuando se embriagaba e iba a la vieja casa y al ver a mamá, comenzaba con la cantaleta: ¡Coño mamá! ¿Qué me voy a hacer, cuando ustedes se mueran?   ¿Quién morirá primero?  Fue él quien murió primero, a los cincuenta y cuatro años; luego mi padre a los ochenta y nueve años y madre a los noventa y siete.   

Volviendo a la historia de Amenodorito y su encuentro con Juya y Maleiwa, dioses de la mitología por desplegar de los indígenas Guayuu. Felino, sin poder suprimir las lágrimas que develaban su gran corazón y desbarataban su aureola de insensibilidad, renuente a mostrarla hasta ese momento, nos dijo –Yo les voy a regalar el pony-  Al otro día, muy de mañana, se apareció con un pequeño pollino: el cuerpo del reducido equino, estaba cubierto por una fina capa de pelos; hebras resistente que realzaba una furia bondadosa, deseosa de manifestarla, dándole al pequeño animal una espléndida apariencia; su cola que comenzaba a espesarse, se encargaba de espantar los inoportunos insectos; su color amarillento, combinado con anchurosas briznas de barro que hacían intuir su procedencia y unas nerviosas pintas esparcidas en su humanidad, advertían su cuerpo más subsidiado, esparciéndose las visiones descarnadas, que combinadas con el torbellino de los aparatos necesarios para pollinear, le daban galardón de buena clase. La silla para montarlo la había construido, con una sobria cobija andina y trapos sobrantes, de las telas que utilizaba mamá, para confeccionar los vestidos de mis hermanas y los uniformes de los jugadores de béisbol; estaban anudados de tal manera y complacencia, que semejaban sin contradicciones una bella silla de empalmar, fuerte, protectora y suficientemente amortiguadoras, para las nalguitas consumidas de Amenodorito: amarillos, azules, verdes, rojos, con grandes amarantos dorados; incrustándole a la redonda franjas de telas vellosas, que consagraban la delicadeza espiritual del artesano; los estribos, dos pequeños envases de leche,  que lucían la esplendidez de lo nuevo, desprendiéndose de ellos los olores retenidos de ese néctar perlino embalsamado, oliendo a leche envilecida, para consumo de los miserables, trabajados rústicamente, pero que no desdecían de los otros atuendos; las riendas concebidos con hermosos curricanes, entretejidos en rojos, negros, amarillos y verdes, ensartados en su cabeza, haciendo las veces de la frontalera, ahogadera, muserola, carrillera, filete y riendas; nuestra alegría desbordaba y sin darnos tiempo para expresarla; tomo a Amenodorito con delicadeza y lo hizo pollinero, con una espada de madera tallada por Baltasar, de bello grabado y con incrustaciones de piedras, que semejaban a las envidiadas tumas. Arrancó Amenodoro, no sin el patrocinio protector de Felino, buscaron la seguridad de las vírgenes arenas, renovables a cada aguacero y adosadas a los causes, en ese momento secos, de la cañada Morillo, lo que prevenía daños corporales en caso de una despollinada; poco fue en distancia, la aventura del convertido en pollinero; Amenodorito luchaba entre la felicidad, que deseaba escapársele y sus aguerridos y horripilantes dolores intestinales; el regreso se hizo penoso, las lombrices una vez más triunfaban; estoico, sin su sonrisa, miraba solo al cielo; logro al fin Felino desmontarlo. Unos golpes desmedidos escuche desde mi hamaca, sobresaltado anduve hasta la ventana de la sala, luego de acertar el paso sin molinar las cinco hamacas, donde a pie suelto dormían mis hermanas menores; en la puerta mal encarado un hombrecito se disponía a golpear nuevamente -señor que desea- le dije; padre ya estaba en el umbral de la puerta, abriendo la camuflajeada cerradura, con el machete en la mano; el hombrecillo al verlo se despojó de su presumida arrogancia -¿Qué desea usted, a estas horas? Fue lo último que atine a escuchar. Luego pude observar como mi padre le palmeaba amistosamente el hombro. El pollino era de su propiedad, Felino se lo había traído de su hato ubicado en las cercanías; a esos de las diez de la mañana se apareció Rosita, una vecina que todo lo que le sucedía o presentía le iba ocurrir, se lo adosaba a Felino y en esta oportunidad, razón no le faltaba, reclamaba el pago de la cobija magnificada en jaco pollinero y de dos potes de leche artesanados en estribos; no hubo mecatazos.

De la primaria, los recuerdos semejan a una tormenta de tristeza, una borrasca completamente gris; a un andar entre montañas, cercenadas su vegetación, secuestradas por el enloquecimiento de la permanente neblina, con sus vientos dilatados por la soledad; collados que han permanecido erguidos imponentemente, pero lagrimeando entre los rendijas de sus rocas, llorando por su esterilidad eterna. Fue como andar con prisa en un erial, huyéndole al saqueó de la infancia, a los olores embalsamados con mohos, congojas, con una perpetuidad sollozante deseosa de acabar el viajar a esas infinitudes, que deambulan en los silencios de los espacios sin centro, sin pertenecer a nadie, andar errante sin la premuras avasallantes de un siempre esperar, sin aislamientos amansados en los laboratorios de las hipocresías, que van pasmando los sentidos, el cuerpo y el alma, para ser poseídos sin posibilidad de regreso; fue un paso veloz, huyente, sin ordenación, con faroles sin claror. Evocación de los compañeros, que se deslizaban en la indeleble búsqueda de alimentos, para adiciónala a la grotesca y descarnada dieta del hogar. Se avecinaba la navidad con la gabela de melancolía, tristezas amargas, fingidas alegrías, que no dejaban de ser angustiosas, en las almas de padre y madre, pero que con sus esfuerzos de amantes, llenos de fantasías e ilusiones, las transformaban con colores y gamas esplendentes de la vida.  Estudiaba tercer grado de primaria; ese Diciembre se les ocurrió a los maestros, organizar un intercambio de regalos entre los alumnos; me correspondía proveer el regalo y ser retribuido, por uno de los pocos niños de la clase, que sus padres podían darse el lujo de gastos adicionales, sin perturbar el presupuesto familiar; el señor tenía un pequeño abasto y ser propietario de un local de avituallamiento, donde se apiñaba la comida, para mí sencillamente era ser rico; mama se las ingenio y logro con otro pulpero, que le fiara un cepillo Pesodent para dientes, una crema dental Colgate y un jabón Palmolive, preparó un lindo estuche de joyas (papá, entre sus múltiples ocupaciones en la vida era orfebre, con buena reputación, lo cual significaba que además de ser un artista, practicaba la honradez y aceptaba lo explotaran los comerciantes de joyas y los usureros, quienes muy forondos le llevaban cajas saturadas de joyas empeñadas, atiborras de dolores, tragedias; oliendo a momentos, que sin lugar a dudas, produjeron felicidades vanidosas, recuerdos de dichas que sellaron momentos de felicidad, para que se las avaluara; en una de esas ocasiones se presentó una de esas arpías, a quien particularmente odiaba; su disparejo cuerpo hospedaba en su cuello, dedos, brazos, miles de bolívares en ostentosas joyas de oro, adornadas con abundantes brillantes, esmeraldas, rubíes, opacándose sus bellezas espirituales al contacto con sus flácidas carnes, los humos sudorosos que se recreaban navegando sin enmiendas, en su rechoncho cuerpo y su diabólica interioridad; tenía fama bien ganada de déspota, aun con su familia, imponiéndoles tasadamente los alimentos que habrían de consumir en la semana y los maltratos que se esmera en aplicarles a sus hijos y mujer; vaciaron dos enormes cajas en la mesa Pantry, con sus patas de aluminio, a la cual Felino y yo debíamos turnarnos semanalmente para pulirla, con estopa y el químico Brasso; ya de por sí, el hecho del ultraje a la mesa, era suficiente razón para desear venganza; parado al lado de mi padre, los dos solos, contemplaba con una naciente codicia la brillantez, que se esmeraba en sorprender y debilitar la entrada de la oscuridad; cientos de ojos relampagueantes, se precipitaban y batían blasfemos, se dirigían a un infinito y luego volvían a azorar titilantes, haciendo piruetas burlonas con figuras errantes, unas ariscas, otras deseosas de disgregarse definitivamente, a esa quimera que es su origen: le dije  -padre, porque no deja algún brillante- sentí un estruendoso pescozón en mi rostro-  

Mamá acolchono el apreciado regalo para el niño del colegio, con unos retazos de tela, envolviéndolo con papel de estraza y mi hermana Lelalale, decidió darle un toque muy personal, transformándolo con un bello prodigio de ilusión, un portentoso lazo que hacía las veces de cientos de flores, muy deseosas de mostrar su enojo y marchitarse, por lo ajado del plástico que en sus mejores tiempos, hospedo unos lindos neumáticos de vehículo; llego el ansiado día, partí, no sin pena, con mi uniforme blanco tan almidonado, que ya de por si dificultaba los movimientos, y yuxtapuesto entre el uniforme y mi cuerpo, una atarrayante intoxicación; hicimos el intercambios de regalo; al abrir el obsequio del niño, la alegría asaltó y la intoxicación dejó de latir, súbitamente olí que se desfloraba una ola, luego se hizo la intuición de la desgracia, incontinenti: ¡Un Jeep! sin pronunciar, solo pensado ¡Diosito!  Y con el amarilloso arenoso de los desiertos, como los utilizados en las guerras de las películas del cine Sabaneta; poco duro la artera felicidad; enrarecido el niño, se me hizo el Monstruo de La Laguna Negra, la serie mexicana que todas las semanas, me proporcionaba nuevos elementos, para asustar a Felinito, Lelalale y mis otras hermanitas; se abalanzo contra el Jeep para zafármelo y contra mí para satisfacerse con el empujón; sentí balancear mi cuerpo, como el de un muñeco porfiado, repitió la operación y caí tan largo cual era; luchaba con denotada furia contra la vestimenta, buscando enmendar la posición horizontal y boca abajo, pero entre el enardecimiento de la intoxicación y el uniforme convertido en almidón concretizado, no me permitían levantarme; el almidón había cartonizado al uniforme y las abigarradas ronchas de la inoculación se habían explosionado y adherido al bendito uniforme, y sin mediar palabra de dialogo conciliatorio, me espeto únicamente un portentoso grito: ¡PICARO! y para saldar su faena lanzo contra el momificado uniforme, crema dental, cepillo y jabón; adiós Jeep.

Ponzoñosas nitideces alegorizan en el espejo, las corrupciones que me empeño permanezcan confusas se ahíncan aferentes a tempestades viciadas; la casa de un compañero de curso, amigo silencioso que en noches enmantadas los cielos por las estrellas, nos inducia a sentarnos a la orilla de la sedienta cañada, a ver con ojos entretenidos por los sueños y las fantasías, el pasar de las nubes jugueteando con la luna llena y obstruyendo su soberanía de espejo de las ilusiones; eufóricas, no se detenían, como presintiendo que de hacerlo escamotearían las utopías que viajaban, buscando el mismo destino que ellas, sueños en la nada; un fogón buscando encenderse con carbones, sin llamas, una viejita sentada en una mecedora, y humo susurrante  buscando hacerse; mucho tizne, hollín sin olletas, sin olores y la muerte de ese amigo, electrocutado al manipular la vestimentas mojadas, adormecidas y diluidas, por el constante lavar y fregar manual, al irlas a enganchar en la cerca de alambre, corrompida con la terrorífica e invisible electricidad.  Esa aborrecida primaria finalizo sin glorias, pero con muchas olores que aun siento,  los he tratado de ignorar, pero se manifiestan a través del inconsciente, con su lenguaje tatuado en silencio, a su antojo; son tantos los recuerdos dolorosos, las necesidades sin dejar de nacer diariamente; las lágrimas que se deslizaron sordamente haciendo gruñidos, encerrados en esa primera alma, que se deshace con tanta premura, para iniciar otro ciclo de existencia, pero esta vez curtida por las desdichas, los infortunios, de un hacer que no consulta, solo es.

En esa edad transitamos la vida escolar, que es el primer enfrentamiento con los demás seres humanos, la ejercemos de manera simulada, beatona; intuimos que esa senda se repetirá constantemente, durante toda la vida aparente; no, sin dejar de ser necesario; pero frente a ella vamos forjando esa otra vida interior; la existencia que establece las diferencias, entre cada uno de los seres humanos, las que proporciona los viajes maravillosos de las ilusiones, y las construcciones grotescas, alucinantes, los deseos reprimidos, las taras que nos embrujan y reprimimos, las que eludimos martirizándonos; y es en la vejez cuando nos atacan con mayor delirio; la excusa: estamos cerca, demasiado.

A las cinco de la tarde, todos salíamos de las aulas para ser formados militarmente, era la época de la dictadura de Pérez Jiménez, y escuchar las arengas y los importunos himno Nacional y del Estado Zulia; al finalizar esa última sección de tormento y persecución ideológica; unos estaban aturdidos y amilanados por el hambre, otros deseosos de espantar y resolver sus diferencias diarias. Olores nauseabundos preñados de caraotas, chicharrones, maíz pilado fermentado; hedores de sardinas, entremezclados con excrementos retenidos, sudores y pecuecas que comenzaban a esposarse en los cuerpos; atropellantés gritos, sacadas de madre, peleas que quedaron pendientes o pactadas para después de esa hora; era el cántico a la libertad momentánea, a la inconsciencia que jamás se revalidará. La furia insana con que se lanzaban los más arriesgados, derribando todos los obstáculos y a los niños menores, que aporreados, lagrimantés y chillantes, buscábamos refugios en los hermanos mayores o de un resguardo, que nos permitiera adquirir los poderes para mimetizarnos. Salía con el deseo de no regresar jamás; era de tacaña estatura y cuerpo humillado por las constantes enfermedades, siendo la menos huidiza y enseñoreada la intoxicación, que se presentaba cuando menos se esperaba y a consecuencia, de ingerir cualquier alimento, por más inverosímil que pareciera: mandocas, leche, huevos, pescados, puerco, lentejas, lechosa, carne de res, quesos, pasteles, pan, se adueñaban sin consultar; en una de esos envenenamientos, asumí la posición de Rodín, sin tener conocimiento de su existencia, empedestado y desnudo encima de la máquina de coser Singer, para que las pululaciones emergieran libremente su pus; ladee la cabeza y quede observando a una rata, encimada en la viga que sostenía el techo, jurungueaba, no sin satisfacción un pedazo de algo, que por el olor estaba en evidente descomposición; analicé y solo exclame ¡Gracias Diosito! son los alimentos en mal estado que consumo. Las salidas del colegio invadían mi mente durante las dos últimas horas, de la estancia en la congregación estudiantil; comenzaba por tratar de enterarme, atreves de los brollos y actitudes del conglomerado, que incidentes se habían armado, el saberlo me permitía abordar estrategias, para resistir a las posibles agresiones de desquite, hasta que mis hermanos mayores terminara sus acostumbradas peleas; hacían un verdadero equipo de contienda; concedía tiempo al tiempo, no sin sacudimientos y sudores de mi cuerpo, hasta que acudían a rescatarme para emprender el regreso a la casa.  

En el barrio los golpes de la pobreza eran parejos y sin lugar a dudas, ese estado permanente crea formas en la mente, que estimulan la búsqueda del peligro para aplacar las sensaciones; los juegos los inventaban agregándole todo el peligro posible; al normal juego de pelota, le eliminaron el out civilizado: lanzar la pelota al jugador necesario, para que este la atrapara con un guante, que normalmente lo construía de lona, a semejanza de los verdaderos, y realizara de esa manera out al corredor, tocando la base o al corredor; en su lugar decretaron que para ser puesto out el corredor, era menester pegarle la pelota en cualquier parte del cuerpo; el goce y la maldad estaba en la velocidad y fuerza del lanzamiento de la pelota y el objetivo, era proporcionar el mayor daño posible al corredor; muchos tuvieron que ser trasladados al hospital; el juego del trompo lo iniciaban de manera convencional, se arriesgaba normalmente una moneda de doce céntimos, colocándolas en un triángulo, el que lograra sacar de la figura geométrica la mayor cantidad de monedas ganaba; eso se les hacía monótono e infantil; adosaron una nueva regla: el que sacara menos monedas, debía poner la mano en el triángulo dibujado en el asfalto, con la palma hacia abajo, abriendo sus dedos, y el que se había constituido en ganador absoluto, por haber logrado sacar más monedas, lanzaba el trompo con el objetivo de que la punta del trompo, no tocara los dedos del máximo perdedor; en caso de que ocurriese el percance de herir la mano del sacrificado, el triunfador debía entregarle sus monedas ganadas al licitador de la mano, en el caso contrario, es decir que el lanzamiento fuera afortunado para la mano puesta, lo cual no sucedía nunca, los otros jugadores entregaban lo que habían ganado al tirador del trompo; por supuesto el mejor puño se convertía en el mayor perdedor; los volantines eran la pasión en los meses de febrero y marzo, por lo pozoñosos de los vientos; la delicia de la imaginación estaba en la contemplación de los cielos, en la agitación de las figuras que se trazaban en el espacio, por la pericia del petaquero; pero para ellos no era nada de eso, al final de la cola del Papagayo le colocaban una hojilla de afeitar Gillette, iniciaban una guerra volantinera donde el justo regocijo, era cortar el curricán de la petaca del contrario y enredarlo en algún cable eléctrico del alumbrado público, deseando fuese electrocutado; eran razones suficiente para que no deseara participar.

Baltazar un adolescente, transcurrió esa etapa de su vida entre los calabozos de la prefectura y el albergue de menores, donde lo hospedaban las autoridades y su madre con dolorosa insistencia premeditada; tenía la merced de tallar en madera, cualquier arma antigua que se le expusiera; las espadas y puñales eran su preferencia y las elaboraba con un arte, que presumía una inteligencia que se complacía en desviarla; siendo casi imposible a primera vista, determinar el real material con la cual estaban construidas; en las pocas oportunidades que Baltazar gozaba de su precaria libertad, organizaba dos bandos para la guerra, el hacía las veces del rey Ricardo Corazón de León, a mí me nombró en una sublime oportunidad, que accedí a incorpórame al juego, el Príncipe Valiente, estaba consciente que lo hacía por el trato cordial y sincero que le manifestaba mi madre y que marcaba la diferencia, a los desahogos de las madres de los otros niños; el otro clan eran siempre los bandidos, comandados por un vendedor de billetes de lotería conocido como Mingo; dentro del grupo de Baltazar, que sustentaba sus sueños extrayéndolos de las tiras cómicas impresas, encartadas en los diarios, y en las películas del teatro Sabaneta, sus planteamientos no se discutía, por sus razonamientos y agresividad y por el hecho de ser dueño de todas las armas; las guerras se ejecutaban con todo el realismo que se pueda imaginar, dejaban un rosario de piernas y brazos quebrados, músculos magullados, frentes con hematomas y sangrantes; los incendios a las fortalezas tomadas, terminaban con la griterías de los vecinos y el consabido acose de la policía.

 Un día Baltazar fue a buscarme a la casa -Nefesto, pienso fugarme definitivamente del albergue de menores e irme a Caracas, tengo todo preparado, ven, quiero ensenarte algo- seguimos el camino del terreno de jugar béisbol Caballito Blanco; en su cercanías estaba un enorme árbol de Cují, con las ramificaciones de su tronco y raíces aéreas, que semejaban figuras dantescas, curvándose, zigzagueantes, bajando, subiendo, amallándose, huyéndose, un verdadero laberinto; con sordina y astucia había cavado entre ese rio anárquico, un túnel donde guardaba sus artísticas armas –Son tuyas, regala algunas a quien consideres amigo- Esa noche llore amargamente, presentía que el desenlace seria trágico.