Capítulo II
Estas evocaciones de la infancia
encierran los conflictos de la mente, ya demasiada ultrajada, por tantos hechos
vividos o soñados; acarreados los primeros, dentro de lo que nombramos como circunstancias
contextuales de la realidad y los segundos, en los inagotables moradores de la
psique, con sus fantasías, ensueños y traumas, que nos embrollan la mente
dejándonos poca oportunidades de poder determinar con precisión, cuales
realmente hemos vivido y los que corresponden, a las aprehensiones arbitrarias
del inconsciente, residenciándolas como propias.
A muy temprana edad, el olfato comenzó a
distinguir los diferentes olores e intenciones de los seres humanos; escrutándolos
con asombrosa olfatibilidad. Retengo las agudezas de un día domingo; nos
preparábamos mi hermano primogénito, mi hermana mayor y yo, para irnos a la
vespertina del Cine Sabaneta; mi padre me hablo con una generosidad que no
había apreciado, hasta ese momento; deseaba que tuviésemos un breve dialogo;
era un hombre de estatura media; en ese tiempo su contextura de dirigente y
activista deportivo comenzaba a desencajarse, descollando un abdomen, no
exagerado, pero si bien cultivado, laureándole una fisonomía bonachona y
receptiva, que no se esmeraba en malversar, provocando en ocasiones, que nos
olvidáramos de su recio carácter andino. Aún pienso que fue uno de los momentos
más difíciles de mi vida, el cotejo lo hago porque todavía hoy día, recuerdo
con toda escrupulosidad cada detalle; y las indagaciones y experiencias, que
acumulado durante más de sesenta y ocho años, así me lo indican. La
adolescencia sin lugar a dudas, es el despertar más complejo que se opera en el
ser humano; es la primavera donde se despiertan nuevos olores y del control de
ellos, dependerá experimentadamente y psíquicamente los tufos que habremos de
ventear. El encuentro con la sexualidad, los cielos e infiernos desplazándose
con su máxima intensidad; el túnel que nos puede conducir a tener una vida
normal o atraparnos en sus oscuridades; con la aparición de los caracteres
sexuales, las modificaciones de la imagen del cuerpo, el cuerpo como objeto
pulsional y como imagen que trastoca, conmueve la existencia; las irrupciones
de los cambios somáticos, del cuerpo; cambios que son imposibles de detener,
impedir, dominar. El encuentro con esa sexualidad y la imposibilidad de significarla,
encausarla, conducen a muchos adolescentes a tergiversarla, por la falta de
orientación, tabús sociales y sexuales, el entorno familiar y económico, dándole
un carácter trágico a esa primavera irrepetible, que converge hacia guías
deplorables. La maldad asoma con toda su fetidez en la adolescencia, cuando se
ha estado desgraciando esa floración. Vivíamos en los años cincuenta, terminaba
de finalizar la segunda guerra mundial, la cual indagaba una vez más las
máscaras de los seres humano y su prolijidad en inventarse maldades, crímenes y
su inacabable hipocresía. El barrio denominado urbanización Urdaneta, era la
segunda que se construía, con esas características en Maracaibo y la primera
para la clase pobre, era una tasita de oro, diseñada por el arquitecto Raúl
Villanueva, el mismo que diseño la Universidad Central de Venezuela, con su
aula magna y el centro Simón Bolívar, entre muchas otras importantes obras, que
comenzaba a poblar una Venezuela, que aún permanecía atascada en la mitad del
siglo diecinueve; esa urbanización se habitó con vecindades, que en su gran
mayoría agraviaban cualquier manifestación cultural, siendo óbice el
desconocimiento y como consecuencia, las transgresiones de cualquier convenio
social; en pocas palabras arriaban de acuerdo a los vientos; pero con la
obsesión, de una gran mayoría de las familias, de romper el cordel con su nudo
hereditario, para saltar la talanquera de la pobreza.
Testicular es la obsesión cuando se es
joven, el florecimiento es permanente, se buscan atajos, la mente alucina en
viajes que se hacen interminables; sobre todo cuando es amurallada por la
ociosidad, la ignorancia y la mala crianza; para los adolescentes del barrio,
muy poca importancia tenia quien fuese, o que cosa sirviera de depósito; ensayaban
las tretas más pasmosas, sin sentir ni reflejar perturbaciones, por lo
infundadas e inverosímiles que auxiliasen; era tirar la confabulación para ver
que se pescaba; al faltarles víctimas humanas presurosos se avocaban con los animales,
preferenciando las burras y pollinas; las cabras, gallinas o cualquier animal
que pudiese ser macerado para perforarlo; no sin cierto desparpajado orgullo se
canta, aún hoy día, la gaita La Cabra de Josefita Camacho: < Josefita Camacho, es
mocha de los dos cachos, del rabo y las dos orejas, y es por eso que no deja,
que la agarren (cojan) los muchachos>>
Con una anécdota, voy a procurarles la acuarela
de la trágica realidad jifera y frijolera, que existía en esa época; la historieta
es relacionada con el menstruo diabólico de mamá y mis hermanas, lo cual
facilitara la afloración de las imágenes, de cómo se batían las realidades
sexuales naturales; y percibirán sin contratiempo cómo era las reacciones, con
lo que se invoca con membranosa resonancia como contra-natura; pérfidas
practicas donde el culpable, el monstruo es la victima; el victimario era
cotizado, por los otros jóvenes, como un héroe al que se le festejaba la
naciente hombría: Cuando llegaban los periodos menstruales, alguien debía ir a
comprar en la bodega las toallas sanitarias, ese alguien normalmente era yo,
las mujeres estaban descartadas de acto tan impropio, nauseabundo y degradante;
entre algunas de las razones que se alegaban, era que expondría su estado
diabólico a la vindicta publica, pues era obvio que descubriría el secreto indigno
y las exhibiría, a las miradas inoportunas y los deseos obscenos, me iba pues
al abasto del señor Meza, hombre comprensible, fiel, y supremo disimulador de
esa acto Heroico-Trágico; la entrada al recinto iniciaba el ritual, el acceso
se hacía por debajo de cuerda, era requisito que no estuviese otros compradores,
dando comienzo a la siniestra expectación, para manifestarle al vituállelo la
malaventura; llegado el momento crucial, hacía que escupía, era la infalible seña;
el señor Meza arrugaba su frente e inmediatamente desencajaba de su boca, un
rictus de lastima ajena; sin embargo en
muchas ocasiones, el acto era roto por la aparición de algún disimulado cliente,
dejando en estope la operación; olvidándose por su vejez, el señor Meza, el
porqué de mi presencia, era menester entonces acudir al plan B, acercándome a
su oído izquierdo, el otro estaba taponeado; le recordaba que era penuria lo que
me acechaba y despachara una caja de Kotex; único sinónimo de tapones para la
regla, o el sangramiento mensual, cumplida la gesta parlaméntela, que no dejaba
de ruborizarnos a los dos, se retiraba el bodeguero a unos anaqueles secretos,
que tenía dispuestos en un cuarto con llaves y salía del mismo, con un paquete
forrado en papel, donde se conjeturaba escabroso cualquier tentativa de poder
determinar su contenido; lamentaba sin enojo, que el valor del paquete, tres
reales, no me fuese computado con tres granitos maíz en mi frasco, asediante de
llegar a los veinte granos para disfrutar de la florida y correspondiente
conservita de leche. Prosiguiendo con la historia de infamia; me condujo mi
padre al centro del patio de la casa, como para confesarme un secreto, ese día
lo comencé admirar con especial fervor, hasta el sol de hoy. A partir de aquí,
en el documento original, había escrito con pelo y señas lo acontecido, quizás
se apodero, en ese momento, de mi alma algún olor infernal, que la voluntad
logro derrotar; y ese tufo nauseabundo que está almacenado en la misma mente,
pero estructurado con un lenguaje que se hace propio, siempre acechante para
adueñarse de la existencia, logre desplazarlo y convencido decidí, que en
consideración y respeto a los muertos, mis principios y los descendientes de
los alevosos protagonistas, mejor era nombrar la ocurrencia, que en realidad es
lo importante de contarles, por la artera que se engancha en la mente.
Contaba con unos seis años de edad, era
bello como todos los niños a esa edad, que de alguna manera encierran en esa hermosura,
que no es otra cosa, que la inocencia y las frescas carnes vírgenes, ignorantes
de cualquier contacto sexual, y que se le convierten en la madera y clavos para
crucificarle la vida. Mi padre de manera inteligente y amorosa, me informo que
le habían confidenciado que uno de los tres felones me había violado: La
historia en la realidad fue la siguiente: Hubo un momento, en que encontrándose
los tres en la casa de uno de ellos, yo llegue ¿A qué? No lo recuerdo, pero con
toda seguridad, cumplía un mandato de mi madre, en busca de un favor, que pudo
haber sido: el auxilio con dos cucharadas de azúcar, el préstamo de cualquier
alimento, o el pedimento de los periódicos viejos, los cuales mamá cortaba en
pedazos y nos servían como papel sanitario; el caso fue que me sentaron en las
piernas de uno de ellos y sentí el bulto del órgano, mientras los otros dos
extraían de sus alforjas los suyos; me puse a llorar y les gritaba que se lo
iba a decir a mamá; ellos soltándome me dijeron que de hacerlo, le dirían a mi
hermano mayor, quien se mantenía con ellos, que había cedido en otras ocasión.
-Nefesto, Pánfilo se le acerco a tu
hermano y profirió una grave acusación contra vos; yo lo conozco desde el mismo
instante que nació y se lo cachazudo que es, pero es mejor aclarar que
lamentar, siendo mi obligación filial y de amor, ponerte al tanto y aconsejarte.
Nefesto decidme la verdad, porque el caso es grave, sois apenas un niñito y él
es ya un hombre hecho y derecho- Una gesto se asomó enérgico en el rostro y le dije -Es mentira padre-
<>
Ese evento me acredito la mente y la
zarandeo apresuradamente a la realidad del barrio; era menester pensar como un
adulto; es decir tener malicia, ser tramoyista y considerar, que la verdad de
la razón es fullera; de haber caído en la asechanza, la cual se la montaron a
muchos niños, fragmentando y amargándole la vida, mi existencia y sustancia
hubiese sido otra. El carácter demostrado por mi padre, a más no poder, me arrimo
a su alma e indujo a rebasar la forma, pero esas son huellas imborrables con
las cuales se sigue conviviendo, son pesadillas que advierten sobre las vidas,
que pudieron ser y no lo fueron, porque no resistieron la tormenta o no
tuvieron, un buen capitán que guiara la embarcación; opresiones alucinantes que
se confrontan y crispan los sentidos, al presenciar hechos análogas, en el que
ya no soy el niño que fui, pero que igualmente se antojan en la mente, los
viacrucis de los millones de niños que son sometidos y esclavizados, con los
mismos métodos, pero remozadas por una fusión de variantes, propiciadas y difundidas
por los adelantos electrónicos; nada
cambia en la esencia del ser humano, solo indaga nuevas y más seguras andanzas.
Mi padre se limitó a preguntármelo, yo a contestarle con la verdad; recuerdo
que me abrazo y beso y nunca más se habló del asunto, pero ya mi inocencia
había volado. El aprendizaje fue claro y prematuro: defenderse sin ira, la
furia germina ante una acusación, ofensa o degradación, cuando hay algo de
cierto en la imputación o al menos, esa culpa que consideramos indigna, está
sembrada esperando ser cultivada; el adverso y reverso pertenecen a la misma
verdad, y no deben producir alteraciones de las conductas, siendo imposible que
esta nos domine o ciegue; así mismo me abrió los lindes para ser completamente
diferente, a lo que juzgamos como sensato, es decir sumiso; se enunció a través
de esa insolencia, la decisión insoslayable de enfrentar las situaciones, a
costa de cualquier sacrificio y supe de buena tinta, que existía dentro de mí un
compañero intuitivo, y como corolario: enfrentar a los agresores, no con
violencia, pero tampoco con temor, el miedo es necesario, pero combinado con la
fuga de la voluntad es desastroso; la igualdad es sinónimo de respeto y se
logra no pregonándolo sino actuando. Con ambos, cuando ya era un adolescente y
luego en la adultez y la vejez, respetado por mi sindéresis; les resguarde aprecio, que traduje en auxilios que les
facilite, pero se me hizo imposible poderles manifestar una verdadera amistad o
aborrecimiento, por carecer del artificio de la transferencia psíquica, ni para
odiarlos o amarlos; pero de lo que si estoy seguro, es que no los trate con
hipocresías. Creo que no existe un solo ser humano, que alguna vez no le hayan
dicho: No hagáis mal, porque de alguna manera lo vais a pagar en esta vida. Mis
abuelas me lo decían y mamá lo cantaba a diario.
.
Amenodorito, mi
mejor amiguito en esa temprana edad, llego a esta vida, se presentó, saludó y
se fue; su muerte fue terriblemente horrenda; atiborra de un sadismo, que volaba
en la masa licuada y turbia de los excrementos amarillosos, que servían como rampas,
para que las furiosas lombrices se deslizaran sin esfuerzo. Todos los hechos
trágicos, desgarrantés, van residenciando una fuerza dentro de uno, que lo van
guiando para poder enfrentar lo por venir. La bicicleta Benoto roja, la ilusión
que no nos abandonaba, esperanzas que renacían todos los domingos, después de
engolosinarnos escuchando el programa radial La Tómbola de la Suerte, por Ondas
del Lago ¡Sí! aspirábamos a que nuestros Dioses, el mío y el de él, transigieran
el milagro enviando a uno de sus
subalternos, para que se encargaran de sacar nuestras cartas. El pony blanco
con sus manchas amarronadas y acrisoladas en círculos, como nos imaginábamos el
caballo del Cisco Kit, en la serie de televisión en blanco y negro, que dejaban
la mente en libertad de prodigar los colores deseados; quizás son enigmas que
traemos arraigados en el subconsciente colectivo de la pobreza, que se nos
hacen cielos, estrellas en formación, que nos acarrear por cosmos sin hacerse,
tan iguales a las vicisitudes que nos aguardan en el caminar a ciegas; las ofuscaciones
que nos proveían las caja de Corn-Flakes, con su máscara de monstruos felices,
para el cercano carnaval; nos imaginábamos Amenodoro y yo, asustando a los
otros niños, sus gritos expresando el miedo que comienza a descubrirse; las
carreras vertiginosas para huir de la aberraciones del futuro que se van
cuajando; la turbación de la soledad que albergábamos y que sin darnos cuenta, zozobraban
en letanías que aún permanecen en la mente cuajados de olores, negándose a
dejar de zumbar esos momentos de pureza, sin contaminaciones ni imposiciones; la
insuficiencias de palabras, pero que se augura su existencia, porque
agarrotadamente empujan, quieren hacerse para expresar lo que se piensa y aprecia;
y hablábamos de esos otros mundo que deseábamos alcanzar, que con silente
premeditación se van despertando sin
avisarnos, sin darnos cuenta de la metamorfosis, carente de elocuencia pero que
va anidando sus huellas y deshaciendo capas, que permanecen imperceptibles,
hasta que algún hecho traumatizante nos las muestra con toda crudeza.
Amenodorito sin
poder comer, con su miedo y tribulación a la aparición de las sanguinarias
lombrices, a intervalos cada vez más cercanos; solo un pequeño bollo de pan y
un diluido café negro. Nunca mencionamos a Dios, no era necesario, no le
temíamos, no había por qué; sería como temerle a los padres; aborrecíamos a la
bejuca catequiza, no por serlo, sino porque nos robaba el precario tiempo.
Amenodorito
constantemente tenía un sueño, me lo manifestaba con denotada alegría -Yo nací un día en el cual Juya, el dios
Guayuu de las lluvias, la fertilidad y destrucción, había anegado la alta
guajira, hinchando la barriga de Ma, la tierra y de una Kulamia o majayura (joven,
virgen, en blanqueo) por lo que Juya, es mi verdadero padre y nadie más, y esa
Kulamia que había sido poseída por mi padre y dejado de ser majayura, para
convertirse en la diosa Kennia, Kahsi (luna) Nefesto mi verdadero nombre es
Ulepala, el gran cazador y guerrero, que fue el primero de los Guayuu creado
por Maleiwa mi Dios. Al mes de haber nacido ya mi madre, me servía una enorme
totuma de caldo de chivo con yuca, jojoto, cilantro, ocumo, y un guiso de
cesina en coco; así fue como me hice un niño muy gordito y con muchas fuerzas;
Kennia, mi madre, en los sueños me decía que iba a ser un Pulashi (un ser
humano intocable e inmortal) Todos los miembros de las diferentes castas
Guayuu, vivían asombrados y maravillados; los domingos acudían con su Tótem,
como si fueran zancudos, después de haber descargado mi padre las lluvias, solo
para verme; dengues, paludismo, malaria y muchas otras enfermedades, venían y
se iban, sin poder penetrar en mi organismo; una vez que comía, así lo hiciera
en demasía, iba de lo más tranquilo al baño y evacuaba sin dolores, sintiéndome
muy feliz; pero un día, en horas de la madrugada, se presentó una enorme
luciérnaga y se quedó rondando, con su luz intermitente por encima del
chinchorro; de pronto y sin darme oportunidad de defenderme, se convirtió en
una enorme culebra amarillosa, introduciéndose en los intestinos; esa es la
razón, por la cual paso todo el día expulsando lombrices, que son los hijos inacabables
de esa ponzoñosa culebra enviada por Wanúluu, el diablo. Yo sé que a la final
me van a destrozar, pero mi Dios que se llama Maleiwa, me ha prometido que iré a
vivir con Él en la cueva de Jepira, donde veré todos los días a mi madre
Kennia, cuando atraviese la cueva de Jepira, para alumbrar con tenuidad la otra
parte de Maa (la tierra) sin tener necesidad de depurar mi alma, porque ya han
sido declaradas las purificaciones; lo único que siento es no poder continuar
jugando con vos; aunque sé que cuando tengáis el pony y la bicicleta Benoto,
Maleiwa me va a dejar regresar por unos días, para que montemos el pony y paseemos
en la bicicleta; también voy a echar de menos a nuestras risas, cuando
asustamos a los niños, con las máscaras bellamente monstruosa de Corn Flakes. ¡Ah!
Se me olvidaba, y las bolitas (metras) que me regala tu hermana Leladale, para
que las guarde y pueda jugar cuando este bien, aunque le he dicho a mi madre y
a mi tía Rosmira, que cuando me vaya para la Guajira, para la casa de Maleiwa,
las meta en el bolsillo del parto que me compraron para estrenarlo en
Diciembre-
Ese día con
Amenodorito, cuando mi hermano escucho el relato del sueño con Maleiwa, lo vi
llorar por primera vez, luego, ya adulto, se le hizo costumbre sollozar, cuando
se embriagaba e iba a la vieja casa y al ver a mamá, comenzaba con la cantaleta:
¡Coño mamá! ¿Qué me voy a hacer, cuando ustedes se mueran? ¿Quién morirá primero? Fue él quien murió primero, a los cincuenta y
cuatro años; luego mi padre a los ochenta y nueve años y madre a los noventa y
siete.
Volviendo a la
historia de Amenodorito y su encuentro con Juya y Maleiwa, dioses de la
mitología por desplegar de los indígenas Guayuu. Felino, sin poder suprimir las
lágrimas que develaban su gran corazón y desbarataban su aureola de insensibilidad,
renuente a mostrarla hasta ese momento, nos dijo –Yo les voy a regalar el pony-
Al otro día, muy de mañana, se apareció
con un pequeño pollino: el cuerpo del reducido equino, estaba cubierto por una
fina capa de pelos; hebras resistente que realzaba una furia bondadosa, deseosa
de manifestarla, dándole al pequeño animal una espléndida apariencia; su cola
que comenzaba a espesarse, se encargaba de espantar los inoportunos insectos; su
color amarillento, combinado con anchurosas briznas de barro que hacían intuir
su procedencia y unas nerviosas pintas esparcidas en su humanidad, advertían su
cuerpo más subsidiado, esparciéndose las visiones descarnadas, que combinadas
con el torbellino de los aparatos necesarios para pollinear, le daban galardón
de buena clase. La silla para montarlo la había construido, con una sobria
cobija andina y trapos sobrantes, de las telas que utilizaba mamá, para
confeccionar los vestidos de mis hermanas y los uniformes de los jugadores de
béisbol; estaban anudados de tal manera y complacencia, que semejaban sin
contradicciones una bella silla de empalmar, fuerte, protectora y
suficientemente amortiguadoras, para las nalguitas consumidas de Amenodorito:
amarillos, azules, verdes, rojos, con grandes amarantos dorados; incrustándole a
la redonda franjas de telas vellosas, que consagraban la delicadeza espiritual
del artesano; los estribos, dos pequeños envases de leche, que lucían la esplendidez de lo nuevo,
desprendiéndose de ellos los olores retenidos de ese néctar perlino embalsamado,
oliendo a leche envilecida, para consumo de los miserables, trabajados
rústicamente, pero que no desdecían de los otros atuendos; las riendas
concebidos con hermosos curricanes, entretejidos en rojos, negros, amarillos y
verdes, ensartados en su cabeza, haciendo las veces de la frontalera,
ahogadera, muserola, carrillera, filete y riendas; nuestra alegría desbordaba y
sin darnos tiempo para expresarla; tomo a Amenodorito con delicadeza y lo hizo
pollinero, con una espada de madera tallada por Baltasar, de bello grabado y
con incrustaciones de piedras, que semejaban a las envidiadas tumas. Arrancó
Amenodoro, no sin el patrocinio protector de Felino, buscaron la seguridad de
las vírgenes arenas, renovables a cada aguacero y adosadas a los causes, en ese
momento secos, de la cañada Morillo, lo que prevenía daños corporales en caso
de una despollinada; poco fue en distancia, la aventura del convertido en
pollinero; Amenodorito luchaba entre la felicidad, que deseaba escapársele y
sus aguerridos y horripilantes dolores intestinales; el regreso se hizo penoso,
las lombrices una vez más triunfaban; estoico, sin su sonrisa, miraba solo al
cielo; logro al fin Felino desmontarlo. Unos golpes desmedidos escuche desde mi
hamaca, sobresaltado anduve hasta la ventana de la sala, luego de acertar el
paso sin molinar las cinco hamacas, donde a pie suelto dormían mis hermanas
menores; en la puerta mal encarado un hombrecito se disponía a golpear
nuevamente -señor que desea- le dije; padre ya estaba en el umbral de la puerta,
abriendo la camuflajeada cerradura, con el machete en la mano; el hombrecillo
al verlo se despojó de su presumida arrogancia -¿Qué desea usted, a estas
horas? Fue lo último que atine a escuchar. Luego pude observar como mi padre le
palmeaba amistosamente el hombro. El pollino era de su propiedad, Felino se lo
había traído de su hato ubicado en las cercanías; a esos de las diez de la
mañana se apareció Rosita, una vecina que todo lo que le sucedía o presentía le
iba ocurrir, se lo adosaba a Felino y en esta oportunidad, razón no le faltaba,
reclamaba el pago de la cobija magnificada en jaco pollinero y de dos potes de
leche artesanados en estribos; no hubo mecatazos.
De la primaria,
los recuerdos semejan a una tormenta de tristeza, una borrasca completamente
gris; a un andar entre montañas, cercenadas su vegetación, secuestradas por el
enloquecimiento de la permanente neblina, con sus vientos dilatados por la
soledad; collados que han permanecido erguidos imponentemente, pero lagrimeando
entre los rendijas de sus rocas, llorando por su esterilidad eterna. Fue como
andar con prisa en un erial, huyéndole al saqueó de la infancia, a los olores embalsamados
con mohos, congojas, con una perpetuidad sollozante deseosa de acabar el viajar
a esas infinitudes, que deambulan en los silencios de los espacios sin centro,
sin pertenecer a nadie, andar errante sin la premuras avasallantes de un
siempre esperar, sin aislamientos amansados en los laboratorios de las
hipocresías, que van pasmando los sentidos, el cuerpo y el alma, para ser
poseídos sin posibilidad de regreso; fue un paso veloz, huyente, sin ordenación,
con faroles sin claror. Evocación de los compañeros, que se deslizaban en la indeleble
búsqueda de alimentos, para adiciónala a la grotesca y descarnada dieta del
hogar. Se avecinaba la navidad con la gabela de melancolía, tristezas amargas,
fingidas alegrías, que no dejaban de ser angustiosas, en las almas de padre y
madre, pero que con sus esfuerzos de amantes, llenos de fantasías e ilusiones,
las transformaban con colores y gamas esplendentes de la vida. Estudiaba tercer grado de primaria; ese
Diciembre se les ocurrió a los maestros, organizar un intercambio de regalos
entre los alumnos; me correspondía proveer el regalo y ser retribuido, por uno
de los pocos niños de la clase, que sus padres podían darse el lujo de gastos
adicionales, sin perturbar el presupuesto familiar; el señor tenía un pequeño
abasto y ser propietario de un local de avituallamiento, donde se apiñaba la
comida, para mí sencillamente era ser rico; mama se las ingenio y logro con
otro pulpero, que le fiara un cepillo Pesodent para dientes, una crema dental
Colgate y un jabón Palmolive, preparó un lindo estuche de joyas (papá, entre
sus múltiples ocupaciones en la vida era orfebre, con buena reputación, lo cual
significaba que además de ser un artista, practicaba la honradez y aceptaba lo
explotaran los comerciantes de joyas y los usureros, quienes muy forondos le
llevaban cajas saturadas de joyas empeñadas, atiborras de dolores, tragedias;
oliendo a momentos, que sin lugar a dudas, produjeron felicidades vanidosas, recuerdos
de dichas que sellaron momentos de felicidad, para que se las avaluara; en una
de esas ocasiones se presentó una de esas arpías, a quien particularmente
odiaba; su disparejo cuerpo hospedaba en su cuello, dedos, brazos, miles de bolívares
en ostentosas joyas de oro, adornadas con abundantes brillantes, esmeraldas, rubíes,
opacándose sus bellezas espirituales al contacto con sus flácidas carnes, los
humos sudorosos que se recreaban navegando sin enmiendas, en su rechoncho
cuerpo y su diabólica interioridad; tenía fama bien ganada de déspota, aun con
su familia, imponiéndoles tasadamente los alimentos que habrían de consumir en
la semana y los maltratos que se esmera en aplicarles a sus hijos y mujer;
vaciaron dos enormes cajas en la mesa Pantry, con sus patas de aluminio, a la
cual Felino y yo debíamos turnarnos semanalmente para pulirla, con estopa y el químico
Brasso; ya de por sí, el hecho del ultraje a la mesa, era suficiente razón para
desear venganza; parado al lado de mi padre, los dos solos, contemplaba con una
naciente codicia la brillantez, que se esmeraba en sorprender y debilitar la
entrada de la oscuridad; cientos de ojos relampagueantes, se precipitaban y
batían blasfemos, se dirigían a un infinito y luego volvían a azorar titilantes,
haciendo piruetas burlonas con figuras errantes, unas ariscas, otras deseosas
de disgregarse definitivamente, a esa quimera que es su origen: le dije -padre, porque no deja algún brillante- sentí un
estruendoso pescozón en mi rostro-
Mamá acolchono el
apreciado regalo para el niño del colegio, con unos retazos de tela,
envolviéndolo con papel de estraza y mi hermana Lelalale, decidió darle un
toque muy personal, transformándolo con un bello prodigio de ilusión, un
portentoso lazo que hacía las veces de cientos de flores, muy deseosas de
mostrar su enojo y marchitarse, por lo ajado del plástico que en sus mejores
tiempos, hospedo unos lindos neumáticos de vehículo; llego el ansiado día, partí,
no sin pena, con mi uniforme blanco tan almidonado, que ya de por si
dificultaba los movimientos, y yuxtapuesto entre el uniforme y mi cuerpo, una atarrayante
intoxicación; hicimos el intercambios de regalo; al abrir el obsequio del niño,
la alegría asaltó y la intoxicación dejó de latir, súbitamente olí que se
desfloraba una ola, luego se hizo la intuición de la desgracia, incontinenti:
¡Un Jeep! sin pronunciar, solo pensado ¡Diosito! Y con el amarilloso arenoso de los desiertos,
como los utilizados en las guerras de las películas del cine Sabaneta; poco
duro la artera felicidad; enrarecido el niño, se me hizo el Monstruo de La
Laguna Negra, la serie mexicana que todas las semanas, me proporcionaba nuevos
elementos, para asustar a Felinito, Lelalale y mis otras hermanitas; se
abalanzo contra el Jeep para zafármelo y contra mí para satisfacerse con el
empujón; sentí balancear mi cuerpo, como el de un muñeco porfiado, repitió la
operación y caí tan largo cual era; luchaba con denotada furia contra la
vestimenta, buscando enmendar la posición horizontal y boca abajo, pero entre
el enardecimiento de la intoxicación y el uniforme convertido en almidón
concretizado, no me permitían levantarme; el almidón había cartonizado al
uniforme y las abigarradas ronchas de la inoculación se habían explosionado y
adherido al bendito uniforme, y sin mediar palabra de dialogo conciliatorio, me
espeto únicamente un portentoso grito: ¡PICARO! y para saldar su faena lanzo
contra el momificado uniforme, crema dental, cepillo y jabón; adiós Jeep.
Ponzoñosas
nitideces alegorizan en el espejo, las corrupciones que me empeño permanezcan
confusas se ahíncan aferentes a tempestades viciadas; la casa de un compañero
de curso, amigo silencioso que en noches enmantadas los cielos por las
estrellas, nos inducia a sentarnos a la orilla de la sedienta cañada, a ver con
ojos entretenidos por los sueños y las fantasías, el pasar de las nubes
jugueteando con la luna llena y obstruyendo su soberanía de espejo de las
ilusiones; eufóricas, no se detenían, como presintiendo que de hacerlo escamotearían
las utopías que viajaban, buscando el mismo destino que ellas, sueños en la
nada; un fogón buscando encenderse con carbones, sin llamas, una viejita
sentada en una mecedora, y humo susurrante
buscando hacerse; mucho tizne, hollín sin olletas, sin olores y la
muerte de ese amigo, electrocutado al manipular la vestimentas mojadas,
adormecidas y diluidas, por el constante lavar y fregar manual, al irlas a enganchar
en la cerca de alambre, corrompida con la terrorífica e invisible electricidad.
Esa aborrecida primaria finalizo sin
glorias, pero con muchas olores que aun siento, los he tratado de ignorar, pero se manifiestan
a través del inconsciente, con su lenguaje tatuado en silencio, a su antojo;
son tantos los recuerdos dolorosos, las necesidades sin dejar de nacer
diariamente; las lágrimas que se deslizaron sordamente haciendo gruñidos,
encerrados en esa primera alma, que se deshace con tanta premura, para iniciar
otro ciclo de existencia, pero esta vez curtida por las desdichas, los
infortunios, de un hacer que no consulta, solo es.
En esa edad
transitamos la vida escolar, que es el primer enfrentamiento con los demás
seres humanos, la ejercemos de manera simulada, beatona; intuimos que esa senda
se repetirá constantemente, durante toda la vida aparente; no, sin dejar de ser
necesario; pero frente a ella vamos forjando esa otra vida interior; la
existencia que establece las diferencias, entre cada uno de los seres humanos,
las que proporciona los viajes maravillosos de las ilusiones, y las
construcciones grotescas, alucinantes, los deseos reprimidos, las taras que nos
embrujan y reprimimos, las que eludimos martirizándonos; y es en la vejez
cuando nos atacan con mayor delirio; la excusa: estamos cerca, demasiado.
A las cinco de la
tarde, todos salíamos de las aulas para ser formados militarmente, era la época
de la dictadura de Pérez Jiménez, y escuchar las arengas y los importunos himno
Nacional y del Estado Zulia; al finalizar esa última sección de tormento y
persecución ideológica; unos estaban aturdidos y amilanados por el hambre,
otros deseosos de espantar y resolver sus diferencias diarias. Olores
nauseabundos preñados de caraotas, chicharrones, maíz pilado fermentado; hedores
de sardinas, entremezclados con excrementos retenidos, sudores y pecuecas que
comenzaban a esposarse en los cuerpos; atropellantés gritos, sacadas de madre,
peleas que quedaron pendientes o pactadas para después de esa hora; era el cántico
a la libertad momentánea, a la inconsciencia que jamás se revalidará. La furia
insana con que se lanzaban los más arriesgados, derribando todos los obstáculos
y a los niños menores, que aporreados, lagrimantés y chillantes, buscábamos
refugios en los hermanos mayores o de un resguardo, que nos permitiera adquirir
los poderes para mimetizarnos. Salía con el deseo de no regresar jamás; era de
tacaña estatura y cuerpo humillado por las constantes enfermedades, siendo la
menos huidiza y enseñoreada la intoxicación, que se presentaba cuando menos se
esperaba y a consecuencia, de ingerir cualquier alimento, por más inverosímil
que pareciera: mandocas, leche, huevos, pescados, puerco, lentejas, lechosa,
carne de res, quesos, pasteles, pan, se adueñaban sin consultar; en una de esos
envenenamientos, asumí la posición de Rodín, sin tener conocimiento de su
existencia, empedestado y desnudo encima de la máquina de coser Singer, para
que las pululaciones emergieran libremente su pus; ladee la cabeza y quede observando
a una rata, encimada en la viga que sostenía el techo, jurungueaba, no sin
satisfacción un pedazo de algo, que por el olor estaba en evidente
descomposición; analicé y solo exclame ¡Gracias Diosito! son los alimentos en
mal estado que consumo. Las salidas del colegio invadían mi mente durante las
dos últimas horas, de la estancia en la congregación estudiantil; comenzaba por
tratar de enterarme, atreves de los brollos y actitudes del conglomerado, que
incidentes se habían armado, el saberlo me permitía abordar estrategias, para
resistir a las posibles agresiones de desquite, hasta que mis hermanos mayores
terminara sus acostumbradas peleas; hacían un verdadero equipo de contienda; concedía
tiempo al tiempo, no sin sacudimientos y sudores de mi cuerpo, hasta que
acudían a rescatarme para emprender el regreso a la casa.
En el barrio los
golpes de la pobreza eran parejos y sin lugar a dudas, ese estado permanente
crea formas en la mente, que estimulan la búsqueda del peligro para aplacar las
sensaciones; los juegos los inventaban agregándole todo el peligro posible; al
normal juego de pelota, le eliminaron el out civilizado: lanzar la pelota al
jugador necesario, para que este la atrapara con un guante, que normalmente lo construía
de lona, a semejanza de los verdaderos, y realizara de esa manera out al
corredor, tocando la base o al corredor; en su lugar decretaron que para ser
puesto out el corredor, era menester pegarle la pelota en cualquier parte del
cuerpo; el goce y la maldad estaba en la velocidad y fuerza del lanzamiento de
la pelota y el objetivo, era proporcionar el mayor daño posible al corredor; muchos
tuvieron que ser trasladados al hospital; el juego del trompo lo iniciaban de
manera convencional, se arriesgaba normalmente una moneda de doce céntimos,
colocándolas en un triángulo, el que lograra sacar de la figura geométrica la
mayor cantidad de monedas ganaba; eso se les hacía monótono e infantil;
adosaron una nueva regla: el que sacara menos monedas, debía poner la mano en
el triángulo dibujado en el asfalto, con la palma hacia abajo, abriendo sus
dedos, y el que se había constituido en ganador absoluto, por haber logrado
sacar más monedas, lanzaba el trompo con el objetivo de que la punta del trompo,
no tocara los dedos del máximo perdedor; en caso de que ocurriese el percance
de herir la mano del sacrificado, el triunfador debía entregarle sus monedas
ganadas al licitador de la mano, en el caso contrario, es decir que el
lanzamiento fuera afortunado para la mano puesta, lo cual no sucedía nunca, los
otros jugadores entregaban lo que habían ganado al tirador del trompo; por
supuesto el mejor puño se convertía en el mayor perdedor; los volantines eran
la pasión en los meses de febrero y marzo, por lo pozoñosos de los
vientos; la delicia de la imaginación estaba en la contemplación de los cielos,
en la agitación de las figuras que se trazaban en el espacio, por la pericia
del petaquero; pero para ellos no era nada de eso, al final de la cola del Papagayo
le colocaban una hojilla de afeitar Gillette, iniciaban una guerra volantinera
donde el justo regocijo, era cortar el curricán de la petaca del contrario y
enredarlo en algún cable eléctrico del alumbrado público, deseando fuese
electrocutado; eran razones suficiente para que no deseara participar.
Baltazar un
adolescente, transcurrió esa etapa de su vida entre los calabozos de la
prefectura y el albergue de menores, donde lo hospedaban las autoridades y su
madre con dolorosa insistencia premeditada; tenía la merced de tallar en madera,
cualquier arma antigua que se le expusiera; las espadas y puñales eran su
preferencia y las elaboraba con un arte, que presumía una inteligencia que se
complacía en desviarla; siendo casi imposible a primera vista, determinar el
real material con la cual estaban construidas; en las pocas oportunidades que
Baltazar gozaba de su precaria libertad, organizaba dos bandos para la guerra,
el hacía las veces del rey Ricardo Corazón de León, a mí me nombró en una sublime
oportunidad, que accedí a incorpórame al juego, el Príncipe Valiente, estaba
consciente que lo hacía por el trato cordial y sincero que le manifestaba mi
madre y que marcaba la diferencia, a los desahogos de las madres de los otros niños;
el otro clan eran siempre los bandidos, comandados por un vendedor de billetes
de lotería conocido como Mingo; dentro del grupo de Baltazar, que sustentaba
sus sueños extrayéndolos de las tiras cómicas impresas, encartadas en los
diarios, y en las películas del teatro Sabaneta, sus planteamientos no se
discutía, por sus razonamientos y agresividad y por el hecho de ser dueño de
todas las armas; las guerras se ejecutaban con todo el realismo que se pueda
imaginar, dejaban un rosario de piernas y brazos quebrados, músculos
magullados, frentes con hematomas y sangrantes; los incendios a las fortalezas
tomadas, terminaban con la griterías de los vecinos y el consabido acose de la
policía.
Un día Baltazar fue a buscarme a la casa -Nefesto,
pienso fugarme definitivamente del albergue de menores e irme a Caracas, tengo
todo preparado, ven, quiero ensenarte algo- seguimos el camino del terreno de
jugar béisbol Caballito Blanco; en su cercanías estaba un enorme árbol de Cují,
con las ramificaciones de su tronco y raíces aéreas, que semejaban figuras
dantescas, curvándose, zigzagueantes, bajando, subiendo, amallándose, huyéndose,
un verdadero laberinto; con sordina y astucia había cavado entre ese rio
anárquico, un túnel donde guardaba sus artísticas armas –Son tuyas, regala
algunas a quien consideres amigo- Esa noche llore amargamente, presentía que el
desenlace seria trágico.