sábado, 28 de junio de 2014

Los Olores del Espejo - Capítulo I: La Infancia

Tú lo has hecho, pero no soy yo quien te ha inducido a imaginar y escribir, lo que no te pertenece.

¡Cuerpo, cuerpo mío! ¿Dónde te has ido? Todo comenzó al descubrirme que la interioridad, es decir el Otro, me engañaba y esto lo pude comprobar una artera noche, cuando me disponía a hacer el amor, opte entonces por olerme en el espejo y pude corroborar, el despoblado de mis carnes flácidas y arrugaditas; de esa manera comenzó el ciclo de la desesperación, los deseos reprimidos y la conciencia de la muerte, pero una expiración que se hace sueño y seducción, siendo la única imagen que me sobrevive.

Toda ficción tiene sus protagonistas, pero cada historia es autoría propia, y se entiende como desea cada quien. Se le tiene miedo a la muerte por apalear la Fe e ignorarla, darle su crédito es conocimiento de que es inevitable, y nos permite soportar los cambios en la vida, y desearla en su momento; es menester concentrarla en el propio Yo, con sus realidades que pocas veces son; y en el Otro, con su ajustado medio de comunicación, estructurado con su lenguaje de coacción, y es precisamente de ahí, que abordan las intervenciones propias y las preguntas ¿Cómo es posible el hecho, que los seres humanos seamos dominados en nuestra interioridad por ese Otro, que permanece invisible en la mente? ¿Cómo es permisible, que nos sean trasmitidas las órdenes para perturbarnos? ¿Cómo a través de este dominio, los deseos, el resultado, la consecuencia, el destino, pueden estar marcado por Él?

 El sometimiento es artificio y sus deseos hacen el espejo de la vida, con las secreciones de su dueño; cada olor contiene los bálsamos dispersándose en los escasos momentos felices; e igualmente las abundantes efusiones repulsivas y de desgracias. Indivisas están ahí, espesas y concisas; goteando los momentos felices con los aromas de las florestas y las perplejidades de la inocencia; los deseos garbosos ya sin ser altaneros; cómplices fueron de sueños ya viajantes, mutantes enseñoreados al ser retrotraídos; pero también las poluciones asquerosas con actitudes y acideces martirizadoras, viscosos flujos arrastrando visiones no apetecidas, con sus cargas odoríferas infectas, alianzas que persisten sin estar muertas o vivas, solo son ellas; transpiran lo que hemos sido y somos, lo que pensamos y lo que se premedita. No olvidemos que cuando negamos los olores de ese Espejo con todos sus oliscares, hemos dejado de Ser.

Sentía nauseas, fastidios de la vida, de la agonía permanente del vivir; me he mantenido despierto deseando distinguir antes de fallecer. No aspiro a que crean está historia, no es la mía, o quizás me pertenece tanto, como el alma que la vivió con su máscara y causó mi ceguedad. Soy y seré, la única persona que puede estar al tanto de mi vida, si es que hay alguna posibilidad, de que sea absolutamente sincero, lo cual dudo.

Capítulo I: La Infancia.

Nací un cinco, doce o quince de Enero de mil novecientos cuarenta y seis. Desde mi infancia enfatice una perversidad e insensibilidad en mí espíritu, causa más que suficiente para ser temido y reverenciado por todos los otros niños. Empecé a sospechar la sequedad de mi corazón en una agónica noche, con su perturbarte silencio; soledad de embeleso que azuzaba los sentidos; buscaba un significado, una seña que dialogara y me diera un rumbo; una sensación de placer desconocido me embargaba, el alma era delicadamente acariciada por una energía de amor filial; mírame el pecho donde se espadañaba una arañita de una belleza jamás alumbrada, tenía siete ojitos, cada uno con una vida por hacerse, uno de ellos me amenazaban con develarme las etapas de lo que sería mi vida, nada pensé, pero sin lugar a dudas ella sabía al dedillo que ese silencio era sujeción. Comenzó a mover ese ojo, que era el que me pertenecía; descargándose de él cuerdas aliviadas que se ahincaban en arrullarme; luego la arañita se fue transformando en mujer, imantando un prodigio como el de los capullos para hacerse flor; así la vi siendo mi niñez, adolescencia, hasta hacerme anciano; la advertí entonces rodeada de una aureola turquesada, su rostro abrigado por la bondad me presagiaba que era mi madre. 

Se hizo amanecer y con el portento naciente de la vida, comenzaron enloquecidamente a batirse colores brillante, con sus sonidos silentes, pero de bella harmonía, rotulándome toda la vida por hacerse: para ensenármela se introdujo los dedos de las manos en su boca, y en vórtice enajenado extrajo de sus adentros, un hilo fino de multiforme tonalidades; con la pericia del amor fue ordenándolos, los hizo luces, con ellas urdió fajos de nubes, vapores floreados blancos, moldes áureos; las creó prisioneras para que navegaran en los estanques del cielo: Lino amarillo en aguas azules flotando con sus risas de imaginación; Alhelí con aromas vertidas vagantes, haciendo juguetear las emociones; saltaban aguijando el prodigio, el contraste del amarillo y el blanco de la Carmolina; EL Lirio azul disputabalé la belleza a los cielos con su candidez de enamorada; la Violeta roja y azulada mostraba su sensualidad erótica. Luego forjó crisoles de encina, desde donde se desprendían perfumes invisibles, haciéndose celajes que presagiaban continuas tormentas; sin embargo embriagada con sus esperanzas, se empeñaba en hacer figuraciones en una fragua de ilusiones, los vacío en los vientos peregrinos, de ahí obtuvo rosas rojas sin sangre, azules para ofrecérselas a Dios, verdes llenas de expectaciones; se propuso cambiar mi destino ahuyentando las tormentas, sembrándolas con figurillas anárquicas circulantes, zigzagueantes; imanto el arcoíris del crepúsculo. Luego se quedó mirándome, sus exhalaciones dejaban escapar efluvios balsámicos, que se desunmejian de su alma; de sus aguarapados ojos, anaranjados, verdosos, amarillosos, azulosos, se espadañaban lagrimas semejando a aturdidas mariposas, reposando con dolorosos colores; se hizo fuego con una neblina de soledad azuzándolo; aparecieron grises horizontes sin final, océanos de arenales que se apoderaban de mi espíritu y se estaciaban para siempre en un solo rumbo; permanecí inmutable en la soledad del páramo, buscaba alguna esencia que pudiera colmarme,  pero solo aspire vahos narcotizantés y un leve silbido, que se enredaba con los colores del yermo; se hizo la oscuridad, que invitaba a los espectros errantes, a salmodiar los vientos broncos que se ahumaban sin lágrimas del roció. Quede prendido de los portentos de mi madre, pero mientras degustaba los majares visuales, con los cuales me ofrendaba, tuve las ansias de verter en mis venas unas drogas, que hacían olvidar la realidad, el miedo, las ideas, la racionalidad y las maldades que comenzaba a prodigar.

Detestaba a los animales, ese estado pulsivo, de tensión, me dirigía a un único fin que saturaba de felicidad mis túnicas psíquicas, y que al desbarrancarse, dejaba de ser jeroglíficos del alma y se forjaban en maldades y torturas; gozaba sin extenuarme, hasta que los animalitos ya postrados y en trance de agonía, en deseo de muerte, comenzaban a estrujar zumbidos soñolientos y garraposos, en procura de la última lastima; sus ojitos tristones deseosos de alguna generosidad; reflejaban en sus caritas la certeza de saber que iban a morir; hechos que aumentaban mi solidez mental, de que estaba en lo cierto y justo para poder amamantar mi objetivo; conjeturaba y recreaba escenas de las películas, donde los indios y los negros eran ajusticiados, empalacados por el ano, mutilados no sin razón, dada su terquedad de llevarles la contraria a los conquistadores dotado de hermosura, limpiecitos, bien vestiditos y cumpliendo todas las normas de la urbanidad, recato y elegancia, y lo que es más importante su recelo y obediencia a los preceptos religiosos, por supuesto muy acomodaditos a los interese de los reyes, encarnaciones de sus dioses; o los ahorcamientos en los teatros titiriteros que se montaban en el barrio, con los muñecos enrollando sus ojos, para luego expulsarlos con desesperación, al recibir el golpetazo en la nuca. El sentir silente del cuerpo del gatito desgarrándose, sin poder detener el abatimiento de los intestinos; las supuraciones hediondas, el jadeante ronquido de la respiración; y lo más impactante su ahogo en una laguna de flema amarillosa; clareando tristezas e incomprensiones. Poblabame en aquel tiempo una ira desenfrenada, que se aplicaba en el alma con fiereza estupenda, mermando lentamente luego de haberlos estrellado contra mi muro; poseí un muro para esos menesteres, el cual especulaba como venerable y sagrado; acucioso sentía compasión, una magnanimidad que me regocijaba; tenía la seguridad de cumplir con los modelos, que intuía habían existido toda la vida, que no son otros que sadomasoquismos, abiertos sin premura, pero con mucha eficacia.

Percibía en el anfiteatro de mi mente, que las gradas me idolatraban; auguraba mi escala por forjarse. Aligerado de los irritados ritos, se cultivaba la seguridad de que habitaba un proceso de canonización, que en mi caso, gozaba del pecado para luego martirizarme, expiando las  caídas sin bolas ni boche. Para comenzar a redimirme, les preparaba un majestuoso acto mortuorio, los otros niños debían buscar y entregarme flores, rojas, amarillas y violetas verdes.  Un cajón de velas o cualquier otro envase de madera servía de ataúd; en seguida procedía al servicio religioso, haciéndome de sacerdote; prodigándoles unas oraciones que me había inventado; en la ceremonia, abundantes lágrimas se dejaban venir sin haberlas llamado, contagiando al grupo de niños; al final era tanto la pesadumbre y el dolor, que yo mismo me dejaba convencer de la absoluta absolución de los deslices; sin poder negar, que muchos de los niños afligidos le daban tajos a los fingimientos; eran igualmente astutos y tramoyistas; actuaban como las palmeras: si hay brisa se mecen al son que les cante el viento, si no la hay, ahí están con su serenidad firme; era un ritual que ya de por si prologaba lo que cada uno seria.

Acuden en travesía los perfiles evidentes de mis clases de catecismo, con la fatigosa y amargada instructora; mujer seca, malhumorada, chanflona, que con vasto y fanático ardor oscurecía y mataba de modo soberbio, la doctrina y todo sentimiento Cristiano; su cara  asimilando una isla peñascosa en medio de cualquier océano díscolo; los ojos estatuados y sembrados en una ordinaria beta de mármol, amarillosos y fríos embarrándose con un verdoso mohoso, al recibir los reflejos del sol; focos incrédulos, buscando el deseo voluptuoso; secos como los ortigas llorando su soledad; brazos de látigo, embejucados con amarantos de hierro en sus manos; frente alta y estrecha; nariz aguileña suspirando por carroña olida; mejillas chupadas con labios semejando dos lombrices ¡Nauseas, nauseas! cuando sus marmoleadas manos frías y convulsas, buscaban con ansiedad mi naciente órgano viril ¡Frio, caliente, caliente, frio! y se despeñaban las lágrimas pegajosas, viscosas, atosigadas en el miembro; sentía el caminar sinuoso de la esperma en mi falo, como la serpiente cuando ha encantado a su víctima, retardándose a propósito para hacerla mendigar, implorar, llorar, mugir.

En su mansión había mucho de fantasmagórico, atuendos incoherentes, imágenes delirantes; había fealdad encerrada en la belleza; había una multitud de pesadillas; de lo desenfrenado queriéndose hacer lindeza extenuada; su vida estaba decorada con el color negro. Consideró que estaba preparado para recibir la primera comunión; dos días antes mi padre me expuso, la imposibilidad de cumplir con el sagrado evento; eterna razón, no había dinero, ni tan solo para comprar el flux, en los remates del centro de la ciudad; sin rumiar dos veces planifique un ardid. Debía agotar las probabilidades, sentía que mi alma era reclamada por el Señor Dios; juzgaba que había sido secuestrado por una fuerza superior, que se expresaba en silencio agitándome todas las robusteces del alma; abundantes suspiros se derramaban, como si fuesen vientos neblineados perdidos en la soledad de un páramo. Ejecute una minuciosa indagación abstrusa; me fui a la Iglesia de los Días por Hacerse; al acechar en la puerta sentí unos espigados resuellos, y auguré el acopio de feroces fucilazos visuales; abriese la puerta y cuál no sería mi sorpresa, al ser recibido por el crecido y musculoso Cachapón Calvero; actor principal de un circo nómada, llegado, residenciado y fenecido en cubrimiento sorpresivo, de las purulentas y malquerientes aguas de La Canadá Morillo; acto que decía el furullero anunciante: ¡Hoy, por Único día! verán lo increíble, garantizamos que a partir de ese momento asombrosamente sutil, ustedes digerirán sin disertación estimable cualquier alimento ¡Por tan solo un real! Verán la comida efectiva y nutritiva que necesita el Ser rumboso; la solución al hambre que se nos acerca enmarañada en el Apocalipsis; fuente que verdaderamente expresa el Poder de la Voluntad; secreto universal debelado a Cachapón Calvero, magno clarividente de la turba de los conjurados regicidios –mirad, es con vos negrito, entrad; y aquel bisquito, arriate. ¡Aquí tenemos al gran Cachapón Calvero! 

  Él, Cachapón  se regocijaba con su gran bocota en despedazar, sin amortiguar el embuche, un gran marmolillo recién parido de un desvergonzado ano humano, jalón con dimensiones corpulentas e incorruptibles, sin variaciones diarias, moldeados en el anafre intestinal luego de ingerir diariamente doce Tumba Ranchos, arepas de maíz molido, asadas inicialmente y luego encofradas con un menjurje gelatinoso de harina de trigo, mantequilla y huevo, prodigadas en su interior con mortadela, tocineta, queso rancio, tomate, lechuga, repollo y escabrosamente fritadas en deshecha paila. Pero como toda novedad, mísera es su existencia, ya en la tercera entrega actoral el trance se hizo pájaro sin canto ni encanto, logrando el mojón desplazar la fiereza de la voluntad de Calvero; sustituyéndolo el profano y mudo histrión monumento, y dejarlo cesante y vagante sin sus nutritivos caballones, y al ano paridor como actor principal; al reponerme del asombro, me condujo el acabado Cachapón a un pequeño depósito y sin engendramientos ni medias tintas me dijo, con sonoras palabras y encabritadas señas –Nefesto, no vayas a salmodiar mis andanzas y acechanzas actorales- Excrete a la comitiva el motivo de mi presencia; poco faltó para que se aquejasen mis enterezas físicas; cuatro prometieres me rodearon y sin dilación, franquearon a la Jurisdicción de Requisitos Minúsculos para unirse con Cristo; todo marchaba tal como lo había especulado, pero vertiginosamente uno de los que cacareaba sin poner huevo, me espetó sin intermediar anestesia, que debía pagar veinte bolívares por la consulta; me hice el que no oía y sin aceleramientos, me levante de la vieja poltrona, donde rendía pleitesía a los amurrados cueros con mis desplegadas posaderas; y sin mendigadas comencé la deslustra retirada. Ese día se produjo mi primera pérdida económica: en el arranque y en premura de oxigenar mis pulmones al máximo, fue tanto el combustible que utilice para el envión de voluntad Nietzscheriana, que se desprendió del pie derecho una cotiza o alpargata, confeccionada con llantas inservibles, adquiridas hacia solo seis meses, por el exagerado precio de real y locha. La consulta no fue tiempla gastadura de tiempo, aunque cosecha de él es lo que me sobraba, tanto como la sal al mar; me dirigí entonces a que el judío prestamista y prensil de joyas empeñadas; asiduo cliente de mi padre en las avaluaciones pre morten de las joyas; solo un problema me estrujaba, como llamarlo, si Fantasma por lo invisible o Golem por su cara de barro huequeada como un ladrillo; así lo mentaban sus amigos, pero un día, que eran los más, amanecía con la vena cruzada y se arrechaba; unas veces por ser apostillado como fantasmita y otras por golemsito; el caso es que a la final decidí proceder con cautela y sobriedad cultural, sin atildados pensamientos y sin premeditases ofensas, solo se me ocurrió un conllorando o desmiergo que me hacía recordar mi estado orgánico ¿cómo está? Los consejos fueron concluyentes, para terminar de convencerme que estaba en juicio de evidencias incontrovertibles, en apoyo a mis reflexiones; comenzó descargándose con el Talmud, entre murmullos que no lograban terminar de cuajarse en palabras digeribles, ni yo entenderlas; disparo sobre la aceptación del yugo, de su reino y del amor a Dios; luego se desajetrejo por completo y comenzó a murmurar del Sidur Tehilat Hashem; lo que me obligo de nuevo a aplicar la voluntad de Zaratita, pero esta vez en la ignorancia del viejo pueblo y de los jodedores que vieron al equilibrista, que sin ligar a dudas estaban emperifollados dentro de una ebriedad matadora: porque el que no sabe caminar para que lo ha de hacer, me he dicho con larguezas, que sin lugar a oscilaciones el que no sabe, es como el que no ve, y el que no asimila luz es porque Dios no quiere, y si Él le impide percibir es porque nada hay que distinguir ni advertir; me desenteje de la mole de estopilla filosófica, que amenazaba con embrollarme. Para mí el paso era sumamente transcendental, por lo que no afloje el curricán del escudriñamiento. Acudí con volantinero andar a la siempre por emerger mezquita Sabanetera, apoteósicamente aislada del barrio, por los fomentados y tenebrosos embrujos de Dórela y su pandilla de hechiceros y brujas, encanutados de día en las barajas, pero no del Tarot u otras ramificaciones adivinatorias, sino en el póker, veintiuno y nueve peje, y por la noche en atomizar sus recursos en botellitas para todos los efectos y defectos; fuerzas comprimí y en madrugada cuajada por los cantos de los gallos, pernoctantés de la gallera de Teófilo, aterrice en los predios de la aljama por forjar; lo difícil ya había sucumbido ante la férrea voluntad, lo demás era pan comido; el ayatola, prácticamente pertenecía a la familia, Mohammed Lola, remoqueteado como el Negro Lola. La noche del veinticinco de Febrero de mil novecientos sesenta y cuatro, se encontraban reunidos un grupo de lugareños del barrio en la tasca El Huequito, para presenciar por televisión la pelea por el campeonato mundial de los pesos pesados, entre el titular Sony Liston y el aspirante Cassius Clay; entre los asistentes enfatizaban mi padre y el Negro Lola; al comenzar el combate mi padre muy forondamente, y con una seriedad de monje subordinado a la oración, se dirigió en alta voz  a Lola y le dijo  -Negro, quien iba a pensar que ese hombroté de color, que enseñasteis en el taller desde niñito durante tantos años, tuviera peleando por el campeonato. Al otro día Cassius Clay era campeón mundial y nuevo musulmán; en creencia de la tutela brindad por el Negro Lola al famoso campeón e ignorado musulmán, se presentaron con cachaza los guías espirituales islamitas de la mezquita de Caracas; convertido fue el negro Lola y hoy ostenta el cargo de ayatola por ser; continúa yaciendo como el único musulmán del barrio; aunque hostiga al aguardiente con tanta veneración, que ejecutoriamente lo hace al amanecer y atardecer, luego de consumar los preceptos transmitidos por el Arcángel Gabriel al profeta Mahoma; aunque sigue como venerante de la Virgen de la Chiquinquirá y santero ferviente de San Benito. 

Nefesto, me dijo Mohamed Lola, concluid tu búsqueda que solo es necesario tener Fe, es decir la joya, sin tomar en cuenta el estuche, que a la final todos las fundas son iguales, y solo sirven para esconder la belleza, sencillez y amor de Dios. Con el panorama completamente copado, me sentí atarugado, sin embargo estaba decidido a continuar hasta dar cumplimiento a lo sentido; es menester no enervar y desclavar con prontitud la cabeza a la lapa, una vez que muerta es, porque si no se pierde y huele a pescado podrido; con señas le hice saber al monaguillo, que en la misa murmuraba los salmos frustrados, la necesidad que tenia de abordar al santo cura; mi cómplice que pertenecía a la pandilla torturadora de animales, contesto el mensaje con menos señas, pero con más efectividad; pensado y dicho: el uniforme del colegio, pantalón blanco, chaqueta del mismo color que habilitaban como guardapolvo, con un bolsillo en su parte superior izquierda y dos en la parte de abajo, uno a cada lado, el de arriba era mi preferido, cuando presentía animadversión o incredulidad en la pandilla, me permitían alfombrar y adoptante serio de las esfinges Napoleón o del Juan Vigueta, si de el de los Miserables, porque de cuevas, nos decíamos, a esos franceses se les abren todas; y dagamed sin dolor con el puñal ¡Sí! Como si fuesen hacer suicidios y flores muertas, como si al cortarlas no fuese matarlas; les encanta un encerramiento; madre lo atesoraba, ella leía a Balza y papá Gorrión se le hizo obsesión, quizás por eso mantenía tenazmente el blanco y a montones almidonado, si por supuesto el uniforme, que ahí quedamos; al hablar con el cura, no sin solemnidad y cierta fanfarronería, prodigue el razonamiento ineludible, de que entre menos elementos forren el alma, más presta está para encantar a Dios, eso me lo dijo Golemsito el judito y jodedor; pero el cura inmutable como una roca, solo asomó una risa pérfida y entono con agriedad sus ojos saltones, que labraban sin lugar a dudas una arrechera; pasé con premura, y no sin cierta angustia, al segundo argumento: la elegancia, corrección y simbología de mi mejor prenda de vestir, el uniforme escolar blanco, tan puro como la virginidad de nuestra Santa Madre, nada que ver, volteo con una risita hirsuta, que en verdad me complació por lo arrecha, porque hacia insuflar mi tersa y altanera voluntad, dio medio pase como los toreros con todo su cuellote levantado, como un pavo que se sabe acechado y se marchó. Arpón suelta la mente y engarza a un amigo y compañero de las travesías de la infancia, le habían comprado el flux, pero la lechina abatió su unción y elimino el ritual; a su casa me dirigí, desafiando a la engarrotada y agresiva enfermedad, que me decía mi madre: Nefesto no te acerquéis donde se regodea la embriagues del contagio; no solo me facilito el flux, sino también la medalla, el lazo y la vela -pero eso si Nefesto, me exhorto, júramelo por tu madrecita, que cuando la enganchen con fuego vos la apagáis; el monaguillo lo sabía, y cuando no más se movió con el cura, la apague; se voltio el obispillo y la volvió a alumbrar con su mechurrio, repitiendo la manipulación tres veces; y de no haber sido por el mismo cura, que lo miro con tanta saña, se hubiese postrado plenamente la vela; faltaban únicamente los zapatos negros, me fui a que mi amigo rico Victrola Di Carpio, su padre era el gerente de la aduana marítima en Maracaibo, la más productiva; y él, el padre por sabido, tan igual como el primero que administro una aduana en este país, que todavía no lo era: !Si, el padre de Bolívar! Con sus marrumancias y chaflanarías marañera, se ganó el gordo de la lotería, sin darle importancia a los muertos y naufragios, que se produjeron por exceso de peso en las naves.  Salte la cerca, golpeé la ventana del cuarto y le confesé la causa de la agitación. Galano con el flux, parecía haberme sido confeccionado a la medida; lustrado y abrillantados los negros zapatos. A las seis de la mañana estaba en la iglesia, parecía un estatua de serpentina que solo podía saberse activo, por la acelerada respiración; de la mente se apilaban en deserciones intensas  las magulladas que no dejaban de ser felicidades y jodencias de una pobreza justificada, real, aceptada y disfrutada; se impulsaban en una ansia corporal que distraía el dolor material; así me entretuve y mantuve hasta el mismo momento de la comunión; al finalizar la ceremonia, mi rostro traslucía la felicidad por haber evitado la sentencia condenatoria e ineludible, de entregarle  mi alma al señor de las maldades, es decir a Satán y parejamente se bruñía la seguridad de haberme ganado la absolución, antes de la muerte, la cual veía en la puerta de la casa, después de la terrorífica defunción de mi mejor amiguito, y en el peor de los casos, me proporcionaba tiempo para negociar con mi Dios.